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Autor Tema: JOT DOWN. ARTICULOS DEPORTIVOS.  (Leído 29955 veces)

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Re: LOS RENGLONES TORCIDOS DE ROBERTO BAGGIO II.
« Respuesta #40 en: Octubre 24, 2012, 23:27 Horas »


Roberto Baggio regresó del Mundial 90 convertido en la “niña de los ojos” del fútbol italiano. Si bien Salvatore “Totó” Schilacci había sido el héroe del torneo marcando varios goles decisivos que ayudaron a que Italia alcanzase la tercera plaza, resultaba evidente que Baggio, a sus veintitrés años, era el auténtico genio emergente de la selección azzurra. Su actuación en la Copa del Mundo sorprendió a muchos. Acudió al Mundial como suplente pero se las arregló para captar la atención de la prensa internacional. En Italia conocían ya bien aquel extraordinario talento, aunque fuese un jugador precoz que, paradójicamente, había explotado tarde: a los diecinueve años, estando a punto de debutar con la Fiorentina, sufrió una gravísima lesión que lo obligó a pasar sus dos primeras temporadas en primera división casi completamente alejado de las canchas. Tras superar el larguísimo bache médico, Baggio se recuperó y fue ganándose un puesto titular durante la temporada 1987/88. En las siguientes temporadas, 1988/89 y 1989/90, jugó a tal nivel que aún hoy la hinchada “viola” lo recuerda como el mejor jugador que haya pasado por el club. En 1990 ganó el premio Bravo a mejor futbolista sub-23 europeo. Baggio era la nueva joya de la corona.

Aficionados y periodistas de otros países pudieron descubrir que, en plena era del “catenaccio” —con un Calcio sumido en las defensas a ultranza, los marcajes duros y el antifútbol más feo y descorazonador— había un futbolista que desarrollaba un juego de fantasía e imaginación más propio de otros lugares y épocas. Baggio no parecía italiano, ni por su fútbol preciosista ni por su carácter reservado. Pero lo era. Italiano y de la Fiorentina. Y parecía destinado a marcar a fuego el fútbol de toda una generación.

El budista que provocó disturbios

“Sí, fue en esta plaza donde concluyó la tragicomedia protagonizada por Roberto Baggio. Fue por el ambiguo comportamiento de la Fiorentina, que hasta el último instante ilusionó a la afición diciendo: “no se sabe, quizá Baggio se quede en el equipo”. (…) Yo creo que él era sincero cuando decía que no quería irse de Florencia. Pero era el reglamento y tenía que marcharse. Los responsables fueron los dirigentes de la Fiorentina y el representante del jugador”. (Raffaelo Paloscia, periodista florentino)

“¿Por qué la Juve? Porque lo ha decidido el presidente. No me ha dado otra alternativa”. (Roberto Baggio, tras su traspaso a la Juventus de Turín)

El traspaso a la Juve lo convirtió en el jugador más caro de la historia del fútbol. En Turín ganó su único Balón de Oro.

17 mayo 1990. Es un día traumático para los tifosi de Florencia. El día anterior la Fiorentina acaba de perder la final de la Copa de la UEFA frente a la opulenta Juventus de Turín. En una época en que el poderío del Calcio está dominando Europa, el equipo de la ciudad ha rozado la gloria con las puntas de los dedos… y ha tenido que conformarse con verla pasar de largo. Pero las desgracias nunca vienen solas. Este mismo día, justo tras la derrota, la radio anuncia una noticia que en realidad muchos aficionados “viola” llevaban tiempo temiendo. Roberto Baggio, el joven ídolo del club, el prodigio que los ha llevado al borde de gestas históricas, va a ser vendido al mismo equipo con el que acaban de perder, la Juventus. Una herida que duele el doble. El repentino anuncio es el final de una larga secuencia de secretismos, distracciones y habladurías que han tenido a la afición florentina en vilo. Flavio Pontello es el presidente de la Fiore y máximo responsable del traspaso: procedente de una familia millonaria del sector inmobiliario, había comprado el equipo años atrás, pero los problemas económicos habían ido minando su torpe gestión. Finalmente, con un club casi en la ruina recurrió a vender a Roberto Baggio, pese a la furibunda oposición de la hinchada. Sin embargo, hasta este mismo día en que se hace público el hecho, el club ha estado mareando la perdiz y ha ocultado el traspaso. El propio Baggio ha dicho que no quiere marcharse y ha actuado como si la venta no fuese un hecho consumado. Los tifosi están dolidos porque la operación se les ha ocultado hasta el último día y consideran que el club los ha traicionado. Han querido confiar en su ídolo, sumido en una guerra particular con parte de la prensa local. Algunos periódicos habían publicado titulares como “Querido Roberto: no sigas mintiendo” mientras el jugador afirmaba que no daba el traspaso por hecho porque siempre había confiado en que la operación finalmente no se produjera. Los aficionados habían mantenido hasta el último momento la esperanza de conservar a “Il divin Codino” en el equipo pero ahora se sienten engañados y reaccionan irreflexivamente. Apenas unos minutos después del anuncio radiofónico ya se han congregado numerosos grupos de tifosi frente a la sede de la Fiorentina y en torno al estadio. Florencia está a punto de estallar. Llegan los antidisturbios para proteger las oficinas del club: se organiza una trifulca. Los tumultos y manifestaciones durarán nada menos que tres días y se contabilizarán cerca de cincuenta heridos. Baggio aparece cabizbajo en la prensa: “me han forzado a aceptar el traspaso”, dice, mientras en las calles de Florencia se desata el caos.


Posted by E.J. Rodríguez
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Re: El campeón que apareció desde el fondo.
« Respuesta #41 en: Noviembre 02, 2012, 00:31 Horas »
El campeón que apareció desde el fondo
Posted by Lartaun de Azumendi



“Tienes que hacer algo de ejercicio si quieres fortalecer ese cuerpecito huesudo y débil, muchacho” —le dijo el doctor de la familia tras una breve exploración general. “Algo como, por ejemplo, correr te vendrá bien para crecer saludable. Si me haces caso, serás un hombre hecho y derecho, Dave”.

A pesar de su corta edad y de los pájaros que suelen rondar por la azotea de un niño, David se tomó muy en serio la recomendación del médico y comenzó a correr. De hecho, no había día en el que no se le viera —hiciera buen tiempo o no— recorriendo a buen ritmo las calles de Canton con sus pálidas y delgadas piernas llamando la atención de sus paisanos.

Canton conoció su boom poblacional en 1950, precisamente el año en el que David vino al mundo. Sus poco más de 115.000 habitantes fueron la cota más alta de esta ciudad de Ohio que hoy en día presenta a unos 70.000 hombres y mujeres censados. En septiembre de 1963, Canton abriría al público las puertas del Salón de la Fama del Fútbol Americano Profesional; para entonces, el disciplinado Dave conocía cómo sortear cada bache de las calles y caminos de su localidad. Ya había cumplido los trece años.

Llegado el momento de dar el salto a la universidad, se decidió por un college cercano: Bowling Green State University (BGSU), en el mismo estado de Ohio. Allí conocería el programa de atletismo, la disciplina que le reportaría una efímera fama mundial poco tiempo después. Ya en 1970, durante su año de freshman, Dave logró hacerse con el segundo puesto en el campeonato nacional universitario (NCAA) de la milla. Solo cedía ante un más experimentado Marty Liquori que había sido finalista de los 1.500 en México’68.

En Bowling Green sabían que tenían a alguien especial en el medio fondo y el año 71 debía ser el de la confirmación de Dave. Como quiera que las expectativas no tienen por qué ir ligadas a la realidad —y que esta es más bien quien marca el ritmo de los acontecimientos— 1971 fue un año aciago para David. Surgieron las lesiones y el chaval de Canton tuvo que pasarlo casi en blanco. La falta de salud le impidió alcanzar objetivo alguno.

Olvidados los problemas físicos, el delgado rubio se presentó a los campeonatos nacionales universitarios de 1972 en la prueba de los 1.500 metros y se hizo con el título. Sin duda, Dave Wottle era algo más que un chico empecinado en correr para superar su débil constitución física. Las victorias en las pruebas citadas le llevaron a competir en los trials norteamericanos que decidirían que atletas serían los que iban a representar a los EE.UU. en los Juegos Olímpicos de Múnich.

Wottle había fijado su foco en los 1.500, la prueba en la que deseaba clasificarse para los Juegos, pero decidió asimismo apuntarse a los 800 de los trials tras un consejo que le dio Mel Brodt, su entrenador de BGSU. Brodt le sugirió correr la carrera de las dos vueltas para trabajar su rapidez de cara a los 1.500, su especialidad.

Dave se explicaba antes de la carrera: “Estoy simplemente preparándome para los 1.500. Yo no soy un corredor de media milla. Corro carreras estúpidas, no tengo ninguna idea de lo que estoy haciendo. No poseo ni un cuarto de la velocidad que tienen esos chicos en Europa. ¿No puede un chico pasar solo un buen rato?”

Los espectadores que siguieron los trials asistieron a un hito difícilmente predecible. En la prueba de los 800, una de las más exigentes del programa atlético, Dave Wottle a sus 21 años, y sin experiencia internacional, igualaba la plusmarca mundial del neozelandés Peter Snell al parar el crono en 1:44.3. Un estudiante de historia de BGSU acababa de lograr un récord del mundo sin haber salido jamás a competir con los mejores del planeta.

Los trials americanos sirvieron para que Dave pudiera volar hasta Alemania y participar en los 800 y los 1.500 metros representando a su país. La historia de Wottle habría servido para ser muy tenida en cuenta si no llega a ser porque el joven estadounidense estaba siendo preso de dolores tendinianos en ambas rodillas desde varias semanas antes de llegar a Múnich. En el mismo equipo nacional se dudaba sobre si sería o no capaz de competir. Aunque a decir verdad, sus rodillas no eran su aspecto que más estaba dando que hablar.

El joven de Bowling Green había puesto patas arriba el mundo del atletismo patrio al casarse el 15 de julio, entre los trials y los Juegos, y marcharse de luna de miel con Jan, su recién estrenada esposa. Lo había hecho en contra de los deseos de Bill Bowerman, seleccionador estadounidense y un hombre de la vieja escuela. Lo cierto es que Dave no reunió el valor para decirle a su prometida que el enlace habría que aplazarlo para mejor ocasión… o sencillamente no quiso hacerlo.

“Dave Wottle está disfrutando de una agradable luna de miel, pero será un tipo afortunado si logra pasar la primera ronda de los 800 metros en Múnich” —comentaba Bill Bowerman al diario Register-Guard de Eugene, Oregón.— “Yo no quisiera que nadie pensara que soy un mojigato. Estoy tan interesado en el sexo como cualquiera. Pero la cosa más importante que vamos a hacer aquí es competir en los Juegos Olímpicos.”

En una entrevista concedida muchos años después, Wottle detallaba su situación de aquellos días:

“Me lesioné. Corrí los trials y me clasifiqué para los JJ.OO. en el 800 y el 1.500 y eso fue hacia el 9 de julio, y me casé el día 15. Entonces me fui de luna de miel durante unos días y me incorporé a la selección el 20 de julio. Estábamos reunidos en Bowden College en Maine. Bill Bowerman, el entrenador de atletismo, estaba muy en contra de que me hubiera casado antes de los Juegos. Ya sabes, estaba chapado a la antigua y no le culpo ahora, a posteriori. Pero de ninguna manera le iba a decir a mi prometida seis días antes de casarme que no iba a poder ser. Entonces, traté de demostrarle a él, una vez estuve de vuelta en Maine tras mi viaje de novios, que aún podía hacerlo. De todos modos, durante un entrenamiento duro que realicé durante mi luna de miel, me apareció una tendinitis en mi rodilla izquierda. En Maine tuve que bajar la distancia de los entrenamientos. En lugar de correr 60/80 millas a la semana, que es lo que me habría tocado hacer, solamente pude practicar entre 15 y 20. Al Buehler, que era el entrenador de Duke, era el que se encargaba de entrenar la distancia y Bowerman, el entrenador jefe. Al me decía qué ejercicios podía hacer y me animaba. Los planes que Carl Bowerman tenía para mí, los había tirado a la basura. Yo no era capaz de seguir el trabajo que me había asignado. Como es sencillo de suponer, con 15 o 20 millas no estás corriendo demasiado. No estaba donde me habría gustado estar. Estaba en mi punto álgido durante los trials y simplemente tratando de salir adelante cuando llegaban los JJ.OO.”.

Llegada la hora, era cuestión de observar la evolución de la tendinitis y tomar la decisión lo más próxima posible a la fecha de la primera competición. El 31 de agosto se corrían las ocho series de la primera ronda de los 800 metros y entre los galenos y el propio atleta consideraron que Wottle podría vestirse de corto. Dave fue segundo (1:47.6) en la cuarta manga por detrás del etíope Mulugetta Tadesse y por delante del germano occidental Josef Schmidt, último en clasificarse para las semifinales de entre los de su serie.

Las semifinales tuvieron lugar 24 horas después y a Wottle le tocó en suerte la segunda de las tres series en las que se dirimirían las ocho plazas para la gran final del día siguiente. El sistema escogido fue el de pase directo para los dos primeros de cada manga a los que acompañarían los otros dos mejores tiempos. Un sorprendente Wottle asombraba ya a muchos asistentes a las semifinales por su particular forma de correr; ganaba la segunda serie con un tiempo discreto (1:48.7) aventajando en una décima a Franz-Josef Kemper, representante de la República Federal de Alemania.

Correr mermado de facultades no le estaba resultando sencillo a Dave como él mismo relataría tiempo después:

“Yo no estaba muy confiado y mi preparación mental era muy mala. Me alegro de que mi mujer me acompañara. Ella me animaba y también lo hacía el entrenador Brodt que vino hasta Múnich antes del 800. Me sentó y me dio una charla preparatoria. Me dijo que la base de kilometraje que llevaba en mis piernas durante el año me llevaría adelante y que estaría bien cuando compitiera. Puede sonar como algo trivial pero cuando tu entrenador te sienta y te dice que estarás bien, te da algo de confianza”.

El 2 de septiembre era el día de la final de los 800, aquella carrera a cuyos trials se había apuntado el bueno de Wottle “para trabajar su rapidez de cara a los 1.500”. El de Ohio partía entre los favoritos al haber igualado el tope mundial algunas semanas antes. Pero su falta de experiencia internacional, el hecho de que su especialidad fuera el kilómetro y medio y, sobre todo, su dudoso estado físico hacían que la responsabilidad recayera más sobre el keniata Robert Ouko, el alemán del Este Dieter Fromm y, en especial, sobre el soviético Yevgeniy Arzhanov. No en vano, el ucraniano de Kalush llevaba cuatro años de claro dominio en la prueba.

Ataviado con una gorra de golf y con el dorsal 1033 en su camiseta, el delgaducho norteamericano partía por la calle 3. Al disparo de la pistola los contendientes echan a correr en pos de conseguir una buena situación de carrera; todos excepto Wottle que queda claramente descolgado desde el inicio de la prueba. Pasados diez segundos, al americano ya se le ve a unos 15 metros del grupo. El narrador de la televisión norteamericana no duda en resaltar la situación de su compatriota y duda si se trata de una estrategia para no sufrir los roces típicos de una carrera tan rápida o si simplemente Wottle “está seriamente lesionado”. Al cumplirse el paso por meta, Dave Wottle sigue descolgado. Los keniatas tiran del tropel y él trata de contactar con el grupo. Lo hace a los 500 metros. Solo quedan 300 para el final y Dave —con su ridícula gorra— tiene a sus siete adversarios por delante.

Cuando se dispone a subir un tanto su marcha para pasar al alemán occidental que le precede, Wottle observa como el favorito Arzhanov cambia el ritmo para dejar la sexta plaza como una centella por la calle 2. Wottle supera al alemán cuando quedan unos 250 metros. Arzhanov llega con suma facilidad a la cabeza de carrera y el de Canton mientras tanto ya ha superado a dos rivales. La velocidad que imprime el soviético hace parecer inútil la aceleración de Wottle pero a falta de 150 metros, Dave Wottle ya es quinto y se lanza a alcanzar al cuarto. El soviético sigue primero, embalado hacia el oro, seguido de los dos africanos. A poco más de 100 para la meta, a poco de comenzar la recta final, el americano supera a Fromm y ya tiene a tiro a los keniatas.

Las zancadas y el braceo de Wottle se muestran cada vez más poderosos. Da la sensación de que tiene las fuerzas intactas. Así vivía Jim McKay, el locutor de la ABC, los últimos 75 metros:

“Se hace con un keniata… Ya tiene al otro keniata… ¿Puede conseguirlo?… ¡Creo que lo ha hecho! ¡Dave Wottle ha ganado la medalla de oro! ¡El hombre que vino de ninguna parte en los trials olímpicos de los EE.UU!”




En una carrera sin precedentes, y tras superar a la pareja de africanos, Wottle sobrepasaba a Arzhanov en los dos últimos metros a pesar de que el soviético se lanzó literalmente en plancha para tratar de evitar la derrota.

El tiempo del vencedor fue de 1:45.86, tan solo 3 centésimas menos que Arzhanov. La marca era lo de menos. Lo que se acababa de vivir era algo único. Jamás un atleta se había impuesto en una prueba tan rápida de una competición del más alto nivel viniendo desde tanta distancia. Nunca había corrido nadie los 800 en cuatro parciales de 200 metros de 26 segundos. Los que tuvieron la suerte de presenciarlo en vivo, no lo olvidarán mientras vivan. Desde el fondo de la carrera y con un ritmo regular —y no premeditado— surgió un titán que se llevó por delante a todo el que quisiera aspirar a colgarse el oro.

El sencillo Dave Wottle estaba casi seguro de haber ganado la carrera pero la plancha del ucraniano hizo que quisiera asegurarse y no respiró aliviado hasta que la finish resolvió el caso.



Sin tiempo para asimilarlo, Wottle subió al primer escalón del podio. Escuchó el himno americano con la mano en el pecho pero sin percatarse de un detalle que le costaría un pequeño disgusto: olvidó despojarse de su ridícula gorra de golf.

Durante la rueda de prensa un periodista australiano le trasladó que se estaba comentando que el gesto de no quitarse la gorra respondía a su oposición a la Guerra de Vietnam. Wottle, ajeno a la política, a la prensa y a la fama, dejó escapar alguna lágrima de rabia mientras afirmaba que simplemente no se había dado cuenta de que la llevaba puesta y que de haberlo sabido, se la habría quitado al momento.

Wottle recibió pronto telegramas —no en vano se había impuesto a un soviético— tanto de Richard Nixon, presidente del Gobierno de los EE.UU. como del vicepresidente Spiro Agnew, cuyo mensaje decía:

“Con gorra o sin gorra, eres el tipo de americano que respeto”.

La gorra de golf acompañó a Dave Wottle durante su corta carrera como atleta ya que según él mismo: “Me di cuenta de que sin la gorra nadie sabía quién era, y ya nunca me la quité para competir”.

Según Wottle, utilizó la gorra en Múnich por tres razones. Porque le protegía del sol, porque le servía para frenar el sudor de su cabeza y porque con ella impedía que su cabello —algo largo— le molestara al correr. La cosa es que el complemento del corredor de Canton se hizo tan famoso que entró a formar parte del Salón de la Fama del Atletismo de los EE.UU. en 1977, tres años antes de que él mismo fuera designado para entrar al prestigioso Hall of Fame.


« Última modificación: Noviembre 02, 2012, 00:33 Horas por RED SKIN »

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Re: JOT DOWN. ARTICULOS DEPORTIVOS.
« Respuesta #42 en: Noviembre 02, 2012, 19:11 Horas »
Soberbio el artículo!, espectacular el vídeo!...

Por favor, te animo a que sigas con estas publicaciones, hacen grande al Foro.

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Re: JOT DOWN. ARTICULOS DEPORTIVOS.
« Respuesta #43 en: Noviembre 02, 2012, 19:37 Horas »
Soberbio el artículo!, espectacular el vídeo!...

Por favor, te animo a que sigas con estas publicaciones, hacen grande al Foro.

Es un honor que lo disfrutéis.

Saludos.

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Re: MARCO VAN BASTEN. EL MAGO DE LOS TOBILLOS DE CRISTAL.
« Respuesta #44 en: Mayo 10, 2013, 08:28 Horas »
MARCO VAN BASTEN. EL MAGO DE LOS TOBILLOS DE CRISTAL.



Estamos en el minuto 86 de la final y Capello decide efectuar el cambio. Quizá ha esperado mucho. Quizá nunca debió haber apostado por Van Basten como titular, para empezar, eso nunca se podrá saber. En la derrota siempre hay culpables. El holandés se retira del campo visiblemente cojo pero lo más rápido que puede. El poderoso Milan pierde 1-0 ante el Olympique de Marsella, esa burbuja futbolística que se sacó Bernard Tapie de la chequera a base de amañar partidos y fichar todo lo fichable. Van Basten se sienta en el banquillo derrotado, todos sus esfuerzos para llegar a ese partido frustrados por una actuación mediocre, en lo individual y en lo colectivo.

Tiene solo 28 años pero el cuerpo de un veterano y un tobillo que le ha dejado varias veces al borde de la retirada. El dolor no engaña, esta vez va en serio. La final de la Champions League de 1993 se apaga mientras el delantero por antonomasia de la década de los 80 mira los intentos desesperados de su equipo, de los Baresi, Rijkaard, Maldini, Donadoni, Albertini, Massaro, Papin… chocar una y otra vez contra la muralla negra del Olympique: Desailly, Angloma, Boli, Pelé… y detrás de todos el joven calvo Fabien Barthez, un pigmeo en tierra de gigantes.

Es otro fútbol, piensa. Un fútbol físico, demasiado físico incluso para un equipo italiano. Rijkaard ya no puede ni con Deschamps. Los conceptos han cambiado y su tobillo sigue hinchado como un tomate. Nadie le pregunta. Todos esperan a que el árbitro pite, para bien o para mal. La temporada 1992/93 acaba de una manera totalmente inesperada, porque el Milan, tras su año de sanción europea, volvía a parecer imparable. Berlusconi había fichado a Papin, a Savicevic, a Boban, a Lentini, a Eranio… El propio Van Basten había tenido una temporada más que aceptable hasta su lesión a finales de 1992, poco antes de recibir su tercer Balón de Oro de manos de la revista France Football.

Meses de recuperación de un tobillo destrozado que culminan en un regreso apresurado, un último gol al Ancona y este sufrimiento absurdo en el Olympiastadion de Munich. Los jugadores franceses abrazándose y Van Basten que saluda a Rudi Völler, viejo compañero de batallas ochenteras, y se mete a recibir su sesión de hielo, masaje y lágrimas. En rueda de prensa, Capello se limita a decir sobre el holandés: “Está lesionado”, sin advertir aún de que esa lesión es algo más, que ese intento desesperado por jugar su tercera final de la Copa de Europa le costará perderse la siguiente, pasar un año en blanco, volverse a operar y tener que retirarse definitivamente un 18 de agosto de 1995, sin llegar a cumplir los 31 años, dos después de casarse en muletas, de vivir en muletas, de luchar por llegar a un Mundial que su propio club le impidió jugar en 1994. Retirarse sin retirada, lo más triste para un deportista de élite.

El recuerdo de Munich como postre amargo de una carrera espectacular que le vio ganar, aparte de los tres Balones de Oro, dos Copas de Europa con el Milan, una Eurocopa con Holanda —el único título de prestigio para esa selección en su historia— y multitud de títulos nacionales con el Ajax y el equipo de Berlusconi, Sacchi y Capello. Aquellos cuatro últimos minutos de dolor en el banquillo como resumen injusto de una década de estrellato, desde que debutara en el Ajax al lado de Johan Cruyff hasta su último Pichichi en el Scudetto, con 25 goles en 31 partidos durante la temporada 1991/92.

“Llega un momento en el que cualquier cosa es mejor que el dolor, cualquier cosa es mejor que sentirse inválido. Ahora estará en paz consigo mismo”, dirá su mujer, Liesbeth, al acabar la rueda de prensa. Tenía razón, pero no bastaba. A los aficionados no nos bastaba, eran demasiados años disfrutando de su fútbol total desde aquella primera temporada profesional en Ámsterdam con 17 años.

El goleador adolescente. Los años del Ajax a la sombra de Cruyff

Aquel verano de 1981 no se hablaba demasiado de Marco Van Basten. Había destacado con las selecciones inferiores de Holanda y viajaba de Utrecht a Ámsterdam para probar con el equipo juvenil a sus 16 años. El Ajax era un buen equipo para hacerse un nombre como adolescente, pues los años gloriosos de los 70 habían pasado y, pese a seguir dominando junto a Feyenoord, AZ Alkmaar y PSV Eindhoven, la Eredivisie, el nivel de exigencia había bajado. Marco, un delantero alto y espigado con una calidad técnica envidiable, estaba destinado a pegarse con los chavales antes de dar el gran salto.

Aquel verano, de quien se hablaba en todos lados era de Johan Cruyff, que volvía al club de toda su vida a los 34 años.

Lo de Cruyff fue una auténtica sorpresa porque el Ajax ya le había hecho partido de homenaje y todo. Tras varios años perdido en la liga estadounidense, con una excursión puntual al Levante incluida, “El Flaco” parecía más que acabado, pero aun así tuvo tiempo para dejar unas cuantas joyas, incluyendo el famoso penalti indirecto en combinación con Jesper Olsen. Cruyff era un ídolo y un ídolo ganador y alrededor de él, quisiera o no el presidente, se fue configurando un equipo que se llevó dos ligas y una Copa de Holanda mientras crecían nuevos talentos. No solo Van Basten, sino también Frank Rijkaard, un defensa central de 19 años que poco a poco se fue haciendo un hueco en la plantilla junto a los Lerby, Vanenburg y Wim Kieft.

Aquellos dos años fueron ideales para Van Basten: primeros minutos, primeros goles, primeros títulos. Su debut con la camiseta ajacied fue un tres de abril de 1982 frente al NEC, sustituyendo precisamente a Johan Cruyff en un partido que acabaría 5-0 y encarrilaría aún más el título para los de Ámsterdam. Al poco de salir al campo, aprovechando una falta lateral, Van Basten marcaría su primer gol como profesional: un cabezazo impecable entre dos centrales despistados, picado al palo contrario, impresionante en el salto y en la celebración, un ataque de locura, un sueño cumplido nada más empezar a dormir.

Aquel fue el único partido que jugó esa temporada. La siguiente llegó hasta los 20 y demostró que era cosa seria. Rijkaard y él triunfaban en el Ajax mientras Ruud Gullit lo hacía en el Go Ahead Eagles. Holanda volvía a apuntar maneras aunque su selección siguiera fracasando clasificación tras clasificación. Los nueve goles de Marco hicieron pensar al presidente que la presencia de Cruyff era prescindible. Aquel fue un error mayúsculo que el equipo pagaría con creces en uno de los episodios más impresionantes del fútbol moderno: a los 36 años, Johan se marcharía al eterno rival, el Feyenoord, y se convertiría en el mejor jugador de la liga, llevando al equipo al doblete Liga-Copa casi una década después de su último título.

El éxito de Cruyff eclipsó un año espectacular de Van Basten. Su primer año espectacular. Debutó en Copa de Europa a los 19 años pero la experiencia solo duró dos partidos, los que tardó el Olympiakos en eliminar al Ajax en primera ronda. En liga, Marco empezó como un tiro, marcándole tres goles al Feyenoord de Cruyff (y Gullit, recién fichado) en un 8-2 que prometía un nuevo paseo en la liga holandesa. Las declaraciones de Johan después del partido: “Me da igual el resultado, vamos a ganar la liga igual” resultaron ser proféticas. Pese a los 28 goles que marcó Van Basten en esa temporada, registro solo superado en Europa por el galés Ian Rush y que le valdría la Bota de Plata siendo aún un adolescente, la temporada del Ajax fue una cuesta abajo imparable con Cruyff como bestia negra: les eliminó en la Copa y les derrotó con dos goles en el partido de vuelta de liga, el que prácticamente sentenciaba el campeonato.

Van Basten ya era titular en la selección de su país y uno de los mejores delanteros de Europa. Las ofertas empezaron a lloverle, pero eran tiempos en los que los grandes equipos solo podían contar con dos extranjeros y no con quince, lo que les hacía ser algo conservadores a la hora de elegir sus fichajes. Marco estaba cómodo en el Ajax y más aún al saber que al año siguiente llegaría de nuevo Cruyff, ya retirado, a ejercer de director deportivo. La temporada fue excelente: otro título de máximo goleador para acompañar al campeonato de liga. Cruyff se cargó a De Mos al acabar el año y puso a Bruins Slot como títere para allanar su camino como entrenador la temporada siguiente, la mejor, por cierto, de la vida de Van Basten en Ámsterdam, la que le puso, ya definitivamente, en el disparadero internacional.

Y es que Marco empezaba la temporada 1985/86 aún con 21 años recién cumplidos pero tres títulos de liga ya a sus espaldas. La espina clavada de la Copa de Europa no consiguió sacársela, pues el equipo volvió a caer eliminado a primeras de cambio frente al Oporto de Madjer y Futre, pero el juego del Ajax fue espectacular: hasta 120 goles marcó aquel equipo de ensueño encabezados por los 37 que anotó su joven estrella en tan solo 26 partidos. Una barbaridad y un espectáculo que, sin embargo, no sirvió para ganar la liga. El Ajax estaba haciendo un equipo de jóvenes prometedores con Ronald Koeman y Frank Rijkaard compatibilizando defensa y medio del campo y Van Basten y Van’t Schip como delanteros. Ninguno de ellos se acercaba a los 25 años.

El problema es que, silenciosamente, y al calor del dinero de la Philips, en Eindhoven se estaba construyendo un equipo menos glamouroso, más veterano, con un juego híbrido de ataque y defensa liderado desde el banquillo por Guus Hiddink y que acabaría birlándole el título esa temporada y de paso llevándose a Ronald Koeman en el verano de 1986, el mismo en el que Berlusconi no pudo esperar más y se lanzó al fichaje de Van Basten, el delantero que le faltaba para reconstruir al Milan desde la nada. Años después, como veremos, se le unirían Rijkaard y Gullit, formando uno de los mejores equipos de la historia.

El acuerdo con el Milan quedó firmado ese mismo verano pero no contemplaba la incorporación a filas hasta la temporada siguiente, en septiembre de 1987. Fue un año muy raro para el Ajax, que cogió una ventaja muy rápida en liga pero la fue perdiendo poco a poco por centrarse demasiado en Europa. Koeman se había ido, sí, pero apareció Aron Winter y con 17 años hacía su debut un jovencito rubio llamado Dennis Bergkamp mientras Rijkaard pasó a jugar de 4, esa extraña posición en el esquema de Cruyff que alternaba las posiciones de líbero y organizador.

Van Basten tuvo otro año espléndido, con 31 goles en 27 partidos. Su dominio del campeonato era total, pero las molestias en las articulaciones, especialmente en el tobillo, comenzaron durante esa temporada y el jugador llegó a un extraño acuerdo con Cruyff: no jugaría los partidos de liga cuando hubiera un partido de Recopa en medio. El acuerdo salvó la salud de Van Basten y su traspaso a Milán pero acabó con las posibilidades del equipo en liga, cediéndole el campeonato de nuevo al todopoderoso PSV. En Ámsterdam no pareció importar demasiado: ligas habían ganado muchas, pero títulos europeos, no tantos. Desde la Copa de Europa de 1973, el equipo no había levantado un trofeo continental y esta vez la Recopa se estaba poniendo a tiro. Tras eliminar al Bursaspor, vengarse del Olympiakos, imponerse al Malmoe in extremis y superar con suficiencia al Zaragoza en semifinales, el Ajax estaba de nuevo en una final y su rival no daba demasiado miedo: el Lokomotiv Leipzig, de la República Democrática Alemana.


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Re: Robin Friday, Genio ingles.
« Respuesta #45 en: Junio 16, 2013, 23:48 Horas »
Churchill’s era el pub vertedero por excelencia de Reading en los 70. Ahí solo iba lo peor de cada casa, los desechos humanos que tenían vetada la entrada en los demás pubs: los delincuentes, los violentos y los toxicómanos. La mayoría de su clientela, de hecho, encajaba sin problemas estos tres apelativos. Su único atractivo y razón de ser era el hecho de que se pudiera beber alcohol toda la noche hasta que saliera el sol.

En medio de la noche, se abren las puertas de par en par y aparece un tipo alto y desgarbado, de pelo largo, con gabardina y botas de clavos, las pupilas como platos. Se va al medio de la pista de baile, se quita la gabardina y debajo de ella está completamente desnudo. Como si nada más importara, se pone a bailar.

—¿Quién es ese payaso? —pregunta por lo bajo un parroquiano a otro.

—Cuida esa boca, gilipollas. Ese es Robin Friday, el mejor futbolista que he visto en mi vida.

Efectivamente, Friday fue un auténtico personaje de la noche inglesa. Impredecible dentro del campo, lo era más todavía fuera del mismo: excéntrico, borracho, drogadicto, criminal, violento… y aun así, cuando al prestigioso periodista de la BBC David Coles le encargaron elaborar una lista de los mejores jugadores de la historia, en una lista de 50 en la que figuraban nombres como Pelé, Cruyff, Beckenbauer o Maradona, estaba Robin Friday.

22 años antes del suceso que abre este artículo, en 1952, Robin y su hermano gemelo Tony nacían en el barrio londinense de Acton. Hijos de una familia obrera de clase baja, sus vidas estarían profundamente marcadas por sus orígenes.

De hecho, el primer gran punto de inflexión en su trayectoria profesional y en su vida vino ya de crío. Robin empezó a destacar en el campo de fútbol, aunque era además un buen tenista, boxeador, destacaba también en cricket, era un gran jugador de bolos y un magnífico dibujante. Sin embargo fue siempre el fútbol la mayor de sus aficiones, y con 13 años su padre lo apuntó a unas pruebas para jugar en el Chelsea, que pasó sobradamente. En cualquier caso, ni su juego ni su forma de ser encajaban con las formalidades de las categorías infantiles en los equipos profesionales. Tras un año en el Chelsea volvió a jugar en divisiones inferiores y a los 14 tanto él como su hermano ya empezaban a jugar con adultos en ligas menores, donde su talento se vería relegado tantos años a lo largo de su trayectoria.

El segundo gran punto de inflexión vino a los 15 años, cuando Robin empezó a meterse pastillas. Speed, principalmente. Al mismo tiempo dejó la escuela. Las drogas requieren dinero, claro, y los estudios no eran compatibles con ganar dinero. Desgraciadamente, Robin Friday era a su vez incompatible con el trabajo, de modo que buscó otros modos de conseguir dinero. Empezó a robar, y a los 16 años ya había sido arrestado las suficientes veces como para ganarse una estancia entre rejas. Pasó 14 meses en un reformatorio rodeado de chavales con problemas de drogas, pero no hay mal que por bien no venga: en el reformatorio tenían un equipo de fútbol, que desde la llegada de Friday empezó a ganarlo todo.

Al salir del reformatorio se fue a vivir con su novia, Maxine, una chica de color, algo inaudito para la época, en un contexto social en el que muchos exigían la vuelta de los inmigrantes a sus respectivos países. Especialmente en un barrio como Acton, donde el racismo estaba en auge, pero Robin Friday nunca fue la clase de persona que se preocupa por lo que los demás piensen. Ni aunque su relación interracial tuviera un grave peso entre sus círculos sociales: muchos amigos dejaron de serlo y en una ocasión fueron atacados una noche por un grupo de fanáticos racistas. Incluso cuando se casaron, con 17 años, el propio padre de Robin se negó a acudir a la boda.

Coincidió con varios asfaltadores en los equipos en los que jugó como amateur esa época, primero en el Walthamstow y luego en el Hayes, que lo introdujeron en el oficio. En una de esas jornadas laborales asfaltando tejados, la cuerda de una grúa se quedó atascada en el andamio en el que estaba subido Friday, tirando el andamio entero al suelo y a Robin con él, que cayó sobre una verja de pinchos con la mala suerte de que uno de ellos se le metió por el trasero, atravesándole el estómago y quedándose a un centímetro de perforar un pulmón. Tal era su fortaleza que consiguió levantarse y sacarse a sí mismo del hierro en el que se empaló. Lo llevaron a un hospital, donde lo estuvieron operando durante horas.

Cuando volvió a jugar, tras tres meses hospitalizado y una corta rehabilitación, Hayes se enfrentaba a Bristol en la FA Cup. Robin cuajó un gran partido, y Hayes se hizo con la victoria por 1-0. En la siguiente ronda se enfrentaban al Reading a domicilio, un equipo muy superior, ante el que sin embargo pudieron hacer frente terminando el partido con ambos marcadores a cero. Esa fue la primera vez en que Robin Friday se encontró con Steve Death, el portero del Reading. Más que un encuentro fue un encontronazo, en el cual Friday le hizo una falta tan dolorosa a Death que lo tuvo renqueando el tiempo suficiente como para que el árbitro lo amonestara por pérdida de tiempo. Fue la primera y última tarjeta que vio Steve Death en sus 12 años como portero en el club. Ya en el partido de vuelta, en Hayes, el Reading consiguió doblegarlos mediante un pírrico 0-1. Robin Friday, sin embargo, estuvo a un nivel altísimo en la serie, y el técnico del Reading tomó buena nota: “Quiero a este tal Friday”.



Charlie Hurley era el entrenador del Reading por aquel entonces. Antaño internacional con Irlanda en la posición de central, su estilo de juego era sobrio, incluso rígido, sin alardes ni filigranas. Todo lo contrario de lo que era Robin Friday. Sin embargo, algo en ese joven insolente lo cautivó, y eso que mientras más investigaba acerca de él, peor era el panorama: sus problemas con la justicia, el consumo de drogas, el alcohol… pero consideró que, mientras rindiera en el campo, bien podía merecer la pena hacer la vista gorda fuera de él. De modo que echó los prejuicios a la basura y se hizo con él por 750 libras y un contrato amateur. Dejaba el Hayes con un imponente total de 46 goles en 67 apariciones —varias de ellas en un penoso estado etílico—. Llegaba a su nuevo equipo a finales de enero, con media liga a las espaldas y solo dos victorias, en la que prometía ser una temporada decepcionante de cabo a rabo para el Reading.

En su primer partido con el Reading, con los reservas, compareció tarde, desaliñado, cubierto de suciedad y con unas botas mugrientas. El único motivo por el cual sus nuevos compañeros no se mofaron de él es porque además parecía un tipo peligroso. Pero todo esto dejó de importar cuando sonó el silbato: puede que su juego posicional estuviera lejos de lo deseado, y que careciera de fundamentos tácticos, pero pronto quedó claro para todos los presentes que Robin Friday era el mejor jugador en el campo. Su técnica era sublime, parecía ver las jugadas antes que cualquier otro, era valiente como ninguno y daba el 100% en cada jugada. Tácticamente era indomable: cualquier instrucción táctica que recibiera se le olvidaba en cuanto pisaba el verde, pero lo suplía con esfuerzo y, por encima de todo, un talento natural solo comparable con las grandes estrellas.

Entrenaba como jugaba: dándolo todo, luchando cada balón, y entrando fuerte. Ya en su primer entrenamiento con el equipo, Hurley lo tuvo que coger aparte y decirle “Robin, relájate un momento. Hablemos de lo que estás haciendo antes de que termines con el resto del equipo”, y a lo largo de su carrera en Reading lo tuvo que echar del entrenamiento varias veces por lesionar a sus propios compañeros. Años después, su fisioterapeuta en Cardiff confesó no haber visto nunca a Robin entrenar, pero podía hacerse una idea de cómo era por la cola de jugadores que se formaba en la enfermería tras cada entrenamiento en el que Friday participaba.

Era imposible convertirlo en una persona presentable. Charlie Hurley tuvo que pelearse con él para conseguir que llevara traje y corbata para su presentación en Reading, y aun así lo máximo que consiguió fue que se pusiera un blazer, que se quitó en cuanto terminó la sesión de fotos para no volvérselo a poner nunca.

Un jueves, con la liga empezando el domingo siguiente, Hurley hizo llamar a Friday a su despacho:

—Estoy pensando en ponerte a jugar el domingo ante el Northampton.

—Mire, jefe: me iré a casa, no beberé, no me pelearé.

—No te vuelvas loco. No me importa que me mientas, pero sí que lo hagas tres veces seguidas.

En el Reading tenían claro que querían rescindir su contrato de amateur para hacerle un contrato profesional y que pasara a jugar con el primer equipo. El problema venía por el sueldo: los futbolistas en cuarta división entonces cobraban una miseria. De hecho, Robin ganaba el doble como asfaltador de lo que ganaría como futbolista.

Aunque en cierto modo esto no importaba: Robin Friday nunca parecía tener dinero, independientemente de su sueldo. El mismo día en que cobraba su paga semanal, su piso se convertía en un hervidero de gente yendo y viniendo con pinta cuanto menos sospechosa. Al terminar el día, no tenía un solo penique. Eso sí: tenía un surtido de drogas inabarcable. En su apartamento, las paredes estaban completamente pintadas de negro: “No hay nada peor que estar colocado y mirar extraños patrones en el empapelado”. Le encantaba la música, y tenía una enorme cantidad de vinilos, que no dejaba ni siquiera tocar a sus amigos: adoraba a Janis Joplin, Desmond Dekker o Frankie Miller. A todas horas estaba sonando música en su casa, del mismo modo que había mujeres entrando y saliendo.

El tres de febrero de 1974, en su tercer partido como amateur, Robin marcó su primer gol, un cabezazo fácil con el portero vendido. “Pensé en bajar el balón con el pecho y meterla de tacón, pero pensé que sería mejor no mofarme mucho”, declararía tras el partido.

Ese gol fue la señal definitiva para Hurley, que le ofrecería el contrato profesional que Friday aceptaría a pesar de las condiciones económicas. Después de todo, ese era su sueño y no el de asfaltar tejados. En su primer partido como profesional, en Elm Park, el campo del Reading, frente al Exeter, Robin marcó dos goles para ayudar a su equipo a vencer por un cómodo 4-1. El resultado fue lo único cómodo en ese partido, porque los defensas rivales lo cosieron a patadas, algo que seguirían haciendo todos los equipos rivales a lo largo de su carrera.

Robin Friday caraEn la Inglaterra de los 70 el fútbol estaba muy lejos de convertirse en el brillante fenómeno de masas que es hoy día. Por aquel entonces era un deporte de la clase obrera, mientras que las clases superiores preferían el rugby, el tenis o el cricket. Apenas se televisaban las mejores jugadas de cinco partidos de fútbol a la semana, no hablemos ya de partidos completos. También andaba muy lejos del fútbol presente en lo que a violencia se refiere: entonces era un deporte duro dentro y fuera del campo. Fuera, el fenómeno hooligan estaba carcomiendo el deporte, protagonizando semana tras semana vergonzosos actos vandálicos y peleas multitudinarias, en una escalada de agresividad que culminaría con la exclusión de los equipos ingleses de las competiciones europeas en 1985. Dentro del campo, las entradas duras, patadas y codazos se daban y se permitían con una frecuencia hoy en día inconcebible. Matones vestidos de corto se ganaban la vida a través de la máxima “que pase el balón o pase el rival, pero nunca ambas cosas juntas”. Personas que vieron a Robin Friday entonces jugar dicen que, con las normas de hoy día, el equipo rival habría terminado el partido con tres o cuatro jugadores menos, expulsados por la cantidad de golpes que daban sin cesar al prodigio de Acton cada vez que cogía el balón. Ahora bien, aplicando ese mismo listón, el mismo Robin rara vez hubiera terminado un partido sin ser expulsado, porque no era la clase de jugador (ni de persona) que pone la otra mejilla.

Hubo partidos en los que ya recibía una entrada brutal en el primer balón que le pasaban. Los rivales iban a cazarlo porque sabían el peligro que suponía. Con otros delanteros podría funcionar: una patada dolorosa al principio del partido y ya estarían el resto del tiempo mirando alrededor asustados cada vez que se les acercara el balón. Pero Robin Friday no era alguien que se achicara ante una entrada, todo lo contrario. Respondía a las agresiones y le sobraban recursos: cuando no respondía con otra dosis de violencia, lo hacía con fútbol, o con las dos cosas. Le encantaba vacilar a los rivales y jugar con ellos psicológicamente: les hacía un caño y se reía de ellos en su cara. Se bajaba los pantalones frente a ellos, les hacía calvos o les hacía el signo de la V (con el dedo índice y corazón, el equivalente a enseñar el dedo de en medio en el Reino Unido). No era de extrañar que se llevara una somanta de palos en cada partido, más que ningún otro jugador, aunque no se cortaba al devolver las afrentas: en un partido con el Reading, un rival le propinó una dolorosa patada, que él devolvió. El árbitro debió conceder más importancia a la segunda que a la primera porque lo expulsó del partido. Friday estaba tan cabreado que se fue al vestuario del equipo visitante y se cagó en medio del mismo, a modo de regalo de bienvenida para cuando los rivales fueran a ducharse tras el partido.

Nunca fue un cobarde, es más: nunca usó espinilleras, una elección tan valiente como peligrosa. Se llevaba más patadas que nadie, pero nunca se quejaba. Por mucho que le doliera, sencillamente se levantaba y seguía jugando. Y, si lo consideraba oportuno, las devolvía. Se ganó multitud de amonestaciones en su carrera, y tuvo que dar la cara ante un tribunal disciplinario en varias ocasiones. Además presionaba mucho la salida del balón. De algún modo, pese a su estilo de vida insalubre y a entrenar menos que cualquier otro jugador, tenía una condición atlética y una resistencia envidiables, y siempre daba el 100%. Pronto se volvió dolorosamente evidente la diferencia de rendimiento entre él y sus compañeros.

A medida que avanzaba su primera temporada en el Reading, el equipo fue ascendiendo posiciones sin freno. Las únicas dudas que tenían el club y los seguidores respecto a Robin eran en qué posición estarían si hubieran contado con él desde el principio de la temporada, y si podrían retenerlo mucho tiempo antes de que se fuera a otro equipo mejor. Pronto se creó una horda de incondicionales, y las ventas de entradas subieron solo por la gente que iba a ver a ese prodigio, ese chaval salido de un barrio obrero, con pintas de matón, que hacía maravillas con un balón entre resaca y borrachera.

Si alguien hubiera tratado de domesticarlo, de refrenar su estilo de vida salvaje, probablemente su magia se habría esfumado. Hay jugadores especiales que merecen un trato especial, y Robin era sin duda uno de ellos.

El Reading terminó esa liga en una sorprendente sexta posición, sin duda gracias al genio de Acton. Ya con la temporada acabada, tras una de tantas peleas nocturnas en algún antro, Robin fue al hospital a recuperarse de la paliza, donde descubrió que había jugado los últimos cuatro partidos de liga con un esguince en el tobillo, al que no concedió mayor importancia. Un tipo duro.

Pasado el verano y al empezar la pretemporada, nadie sabía dónde estaba Robin, hasta que descubrieron que había pasado el verano en una comuna hippie en Cornwall. Cuando por fin compareció, estaba en un estado lamentable: tras un verano sin entrenamientos, hinchándose a drogas, sexo salvaje… y aun así en cuanto echó el balón a rodar era el mejor jugador del equipo, tres peldaños por encima del resto.

En un partido a domicilio ante el Crystal Palace, en él jugaba ni más ni menos que Terry Venables, internacional con Inglaterra que estaba jugando en ese club sus últimos años; posteriormente sería entrenador en el mismo, iniciando una carrera que lo llevaría unos años después a entrenar al Barcelona y a la selección inglesa. En cuanto sonó el silbato Robin llevó a cabo su habitual festival de juego, dejando maravillado al público y por supuesto a Venables, que se acercó al banquillo rival a preguntar: “¿Quién cojones es ese tío?”. Intentó hacerse con Friday, pero no pudo reunir el dinero que el traspaso requería.

Friday cogió un equipo anodino del montón y lo transformó. Aficionados de otras ciudades viajaban a Reading solo para ver a ese fenómeno con aspecto y aura de estrella del rock. Precisamente su imagen le trajo problemas en numerosas ocasiones. En un partido, apareció un futbolista rival tirado en el suelo cuando el balón estaba en el otro extremo del campo. Cerca de él, sospechosamente, estaba Robin Friday. Al descanso su entrenador le preguntó qué cojones había pasado, a lo que respondió: “Me ha llamado gitano”.

En un partido ante el Rochdale, luchando por el ascenso, Robin logró un gol en el último minuto para hacerse con la victoria. Fue corriendo hacia un agente de policía que, apático, controlaba la gradería. Le quitó el casco, le cogió la cara con ambas manos y lo besó en la frente, ante el júbilo y el jolgorio generales. “El policía parecía tan frío y aburrido que decidí alegrarlo un poco”.

Tenía la entrada vetada a multitud de sitios. Más de diez veces lo echaron del Boar’s Head, un viejo pub en Reading demolido hace unos diez años, por motivos como “hacer el elefante”, que era como Robin llamaba a darle la vuelta a sus bolsillos vacíos y sacar la polla por la bragueta. Aunque los altercados con la policía estaban a la orden del día, solía salir bien parado. Hurley era un tipo listo y se aseguraba de que el jefe de policía tuviera siempre un buen lugar reservado sin coste alguno, con tal de que tuviera algo de manga ancha con sus chicos. Además, muchos agentes eran admiradores de Friday.

Varios de sus compañeros no veían con buenos ojos que a Friday se le permitiera ausentarse de los entrenamientos, ignorar las charlas tácticas o presentarse a los partidos justo antes de su inicio, aunque era imposible no perdonárselo porque además de ser carismático, cuando llegaba la acción de verdad, estaba tan preparado como cualquiera, y no había un solo partido en el que no diera el 100%, por mucho que fuera cosido a patadas por los rivales. Cualquiera que fuera la lesión, él siempre quería jugar los partidos, y aunque el fisioterapeuta o el entrenador tuvieran sus dudas, él no las tenía: Fuck them, boss, I’ll be all right.



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Re: LOS PLAVI DOBLAN LAS RODILLAS ANTE SABONIS Y COMPAÑÍA.
« Respuesta #46 en: Julio 01, 2013, 21:00 Horas »
El hombre con el que nadie contaba: el día que la URSS, Sabonis y Valters hicieron llorar a Yugoslavia.



Cuando solo quedan dos minutos y 15 segundos para acabar el partido, Drazen Petrovic anota el 72-81 para Yugoslavia. El tipo se vuelve loco y empieza a agitar los brazos con los puños cerrados mientras levanta las rodillas. Un baile extraño pero demasiado conocido en Madrid, donde los miles de espectadores que llenan el Palacio de los Deportes, aquel viejo Palacio con los fondos casi verticales y la pista de ciclismo formando un enorme anillo, abuchean al jugador de la Cibona de Zagreb, hartos de ver cómo se ríe de ellos una y otra vez.

Son las semifinales del Mundobasket de 1986 y, como España no está, eliminada tras perder con Brasil en una nueva exhibición de Óscar Schmidt, el público ha adoptado a la URSS. Primero, ya supondrán, porque juegan contra Petrovic. Segundo, por esa fascinación que sigue habiendo en los 80 por todo lo que venga de la gran potencia comunista, una fascinación algo paleta —“Rusia, Rusia, Rusia” gritan las gradas durante todo el partido, como si Khomicius, Kurtinaitis, Sokk o Valters fueran de Moscú— y sobre todo estética. Tercero, por Arvydas Sabonis, al que el público de Madrid adora desde que destrozó con un mate uno de los tableros del Pabellón de la Ciudad Deportiva, convirtiéndolo en un mosaico de pequeños cristales que no terminaban de caer al suelo, probablemente asustados.

El Mundobasket es el segundo gran torneo que organiza España en apenas cuatro años. Un punto medio entre el Mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos. El país está de moda, algo así como Brasil en nuestros días, y el PSOE suma mayorías absolutas mientras a la oposición se le pone cara de Hernández Mancha. Es verano y la gente ha ido al campo porque intuye que por fin verá perder a Petrovic, algo que no se repite desde aquella mágica semifinal de Los Ángeles. Tan mágica y tan inusual que se acabó colando en una canción de Los Nikis.

Pero no, quedan dos minutos y 15 segundos y los yugoslavos, poco amigos de regalar sus ventajas, ganan por nueve puntos de diferencia en un enorme esfuerzo coral de los hermanos Petrovic, el veterano Dalipagic, los rudos Radovanovic y Petranovic y las aportaciones puntuales de Cvjeticanin, Cutura o Radovic. Para el juego interior, dos juniors casi adolescentes: Stojan Vrankovic y Franjo Arapovic. Por parte de la URSS, los que tiran del carro son Tikhonenko y Belostenny. El partido del enorme pívot rubio, que parece sacado de la enésima secuela de Rocky, es descomunal, supliendo los errores de Sabonis bajo el aro, las personales de Kurtinaitis, que apenas le dejan jugar, la sobreexcitación habitual de Khomicius y la sangre de horchata de Aleksandr Volkov.

Con todo, el problema para la URSS está en el puesto de base: Tiit Sokk, el estonio, ha estado horrible como suplente, y si ha jugado más de lo habitual es porque Valdis Valters, elegido por el entrenador Gomelski para jugar como base titular desde que se consagrara en el Europeo de 1981, no mete una, no hay manera. Valters es un organizador de 1,95 al que le gusta tirar triples y correr, pero hoy, no se sabe por qué, no corre. No hay contraataques, no hay transiciones rápidas. Valters sube el balón muy lentamente y ordena sin éxito. Ha tirado siete veces a canasta y ha fallado los siete tiros. Encarna el prototipo de base alto que todos los equipos buscarán desde la eclosión de Magic Johnson, pero la sensación que da es que no quiere molestar, que el talento ajeno le supera. Por supuesto, para el aficionado medio, Valters es conocido: no solo ganó el Eurobasket mencionado sino que repitió en 1985 y a sus éxitos hay que sumarle un Mundial, el de 1982, pero durante el año no se sabe nada de él, no visita España con los equipos estrella de la URSS ni juega Copas de Europa… y eso le resta carisma.

Hasta el momento, su torneo está siendo impecable, como el del resto de sus compañeros, que se han paseado durante los diez partidos anteriores, haciendo soñar a todos con la repetición de la final de Cali: un EEUU-URSS que la política nos negó en los Juegos de 1984 y que no vemos por tanto desde aquel Mundial de Colombia 82.



Como todo apunta a que no habrá final de ensueño, el público está cabreado, muy cabreado, especialmente con los árbitros, como es habitual en todo aficionado español. Yugoslavia gana, Petrovic celebra, y de repente, en un momento de iluminación, Valters consigue anotar su primera canasta en juego: un triple, además, que reduce la diferencia a seis puntos. En la misma jugada, Vrankovic comete la quinta falta, después de aguantar casi toda la segunda parte con cuatro. El croata es la punta de lanza de la revolución que se está mascando en el baloncesto “plavi” y que el entrenador Kresimir Cosic ve con muy buenos ojos, tanto que para sustituirle llama a otro adolescente, Vlade Divac, un jugador con apariencia de tosco, de leñero, barbilampiño, hombros cargados, dieciocho años y mirada de estar completamente perdido en ese escenario.

Divac lleva cuatro años jugando al baloncesto, dos de ellos como profesional en el modestísimo Sloga Kraljevo. Su gran temporada, con más de 15 puntos y 6 rebotes de media, le ha llevado a firmar por uno de los equipos de la capital, el Partizán. Con los años se convertirá en uno de los mejores pívots de la historia de Europa. De momento, no es más que un desconocido que intenta defender a Sabonis de la única manera que sabe: anticipándose, siendo agresivo, defensa de juvenil que no tiene nada que perder.

Solo que su equipo sí que tiene algo que perder, claro. La final de un Mundial ni más ni menos.

¡Rusia, Rusia, Rusia! ¡Sabonis, Sabonis, Sabonis!

Después de una serie de tiros libres la ventaja de Yugoslavia se queda en los siete puntos (76-83) y posesión del balón. Queda un minuto y medio aproximadamente y si la diferencia ya sería casi insalvable en 2013, en 1986 es un mundo por una cuestión de reglamento: son los tiempos del “uno más uno” optativo. Cuando un equipo recibe una falta puede elegir entre lanzar un tiro libre y, si lo anota, lanzar un segundo tiro libre… o sacar de banda y volver a tener 30 segundos de posesión. Solo pasándose el balón y dejando que el tiempo corra, los yugoslavos ganarán el partido, pero los soviéticos parecen ponérselo aún más fácil: falta sobre Drazen, que prefiere no lanzar para no arriesgarse, falta sobre Radovic, que tampoco va a la línea.

Cada falta, adrede o no, de la URSS supone treinta segundos más para su rival. Aquello es un suplicio y el público intenta pararlo con nuevos gritos de “Rusia, Rusia, Rusia” y el lanzamiento de objetos al campo, la mayoría cajetillas de tabaco vacías. Richardson, el árbitro de moda de la FIBA, las recoge calmado, como si la cosa no fuera con él y aguanta los pitos porque son parte de su trabajo. Le da el balón a Cutura para que saque y el propio Cutura, segundos después, acaba anotando una de sus típicas suspensiones de cinco metros: queda un minuto y un segundo, Yugoslavia vuelve a ganar por nueve puntos de ventaja, 76-85, el banquillo se abraza y los suplentes agitan toallas blancas.

La URSS necesita un milagro y cuando uno necesita un milagro y está jugando al baloncesto lo mejor es darle la pelota a Sabonis. El lituano ha tenido un partido horrible, pero aun así lleva tres triples en tres intentos y suma una cantidad de rebotes y tapones formidable. Son los tiempos anteriores a la lesión, probablemente la última vez que le veremos en su plenitud física porque justo antes del verano, en la final de la liga, ya ha sentido sus primeras molestias en el tendón de Aquiles. Tiene solo 21 años pero es un mito. Controla todos los fundamentos del juego: puede salir a tirar, como se ha visto, aunque dentro sea imparable. Corre el contraataque como un alero de dos metros y pasa el balón como un base. Europa lo adora como odia a Petrovic, son las dos caras necesarias del mejor momento del baloncesto europeo en varias décadas, dos chavales descarados que no se llevan nada bien y que acumulan cuentas pendientes; la última, solo dos meses antes, cuando la Cibona le ganó al Zalgiris en la final de la Copa de Europa y Sabonis fue descalificado por atizarle un puñetazo a Nakic sin venir a cuento.



Así que el número 15, ya sin bigote y aún sin rodilleras, recibe el balón en carrera y se lanza un triple a ver qué pasa. Es un tiro exagerado, una locura… pero la pelota da en el tablero –a punto está de volver a romperlo- y entra en el aro. El público ruge “¡Sabonis, Sabonis, Sabonis!” y redobla los gritos cuando ve que Radovic se lía al intentar sacar el contraataque, pierde la posesión y Tikhonenko, uno de los jugadores más improbables y a la vez más decisivos que haya visto nunca, encesta otro triple, también desequilibrado desde la esquina.

Quedan 41 segundos y la URSS ya solo pierde por tres puntos de diferencia: 82-85.

Los inolvidables dobles de Divac

Antes incluso de sacar, los soviéticos hacen falta a Cutura, por si cuela y le da por lanzar tiros libres, pero no, no cuela. La estrategia debería de ser simple: aguantar la defensa y utilizar los últimos 10-15 segundos para empatar con un triple… sin embargo todo se va al traste cuando el impaciente Khomicius le hace falta a Alexander Petrovic, el hermano mayor del mal, a mitad de posesión. Quedan solo 26 segundos. A Yugoslavia, ahora sí, le basta con pasarse el balón y el partido acabará sin que nadie lance a canasta. Solo pasarse el balón, eso es todo.

Para sacar de banda, se forma una especie de “touche” en el medio del campo, una línea que mezcla el blanco y el rojo y de la que se desprenden puntos a un lado y a otro para recibir o cortar el pase. Madrid hace su parte y los gritos de “Rusia, Rusia, Rusia” vuelven. Cutura es el encargado de sacar, como siempre, y encuentra a Drazen Petrovic, que se libra de un dos contra uno en medio campo y recibe otra falta. Quedan dieciséis segundos y el balón vuelve a Cutura en el medio del campo, rodeado de publicidad de Winston y camisas chillonas.

El ritual se repite. Balas perdidas en busca del balón, un baile perfecto para que la pelota acabe en las manos de alguien que se apellide Petrovic… solo que esta vez los soviéticos cambian los defensores a tiempo y el único jugador al que ve Cutura, justo frente a él, completamente solo, es a Vlade Divac, al adolescente. Se masca la tragedia. Divac recibe y el pánico se percibe incluso 27 años después. Está solo pero inmediatamente se le acercan dos hombres de rojo. En vez de esperar a que le hagan falta, intenta botar el balón. Mide 2,13, tiene dieciocho años, solo lleva cuatro jugando al baloncesto pero decide que lo mejor que puede hacer es ponerse a driblar rivales hacia la gloria, cosa que no sucede, por supuesto: Divac lanza el balón al suelo, lo recoge y después, en pleno ataque de ansiedad vuelve a botarlo.

Dobles. El chaval se queda mirando al árbitro con cara de “No me hagas esto, por favor”. Petranovic, solo siete años mayor que él, pero con esa jerarquía y mala leche que caracteriza a los balcánicos, le echa una bronca descomunal. Ha puesto en peligro la final pero Cosic no entra en pánico: ni siquiera le cambia. Divac vuelve a posición de defensa porque la URSS está a punto de sacar sin necesidad de tiempo muerto ni nada. Quedan doce segundos y la ventaja, recordemos, es de solo tres puntos, es decir, un triple.

El hombre con el que nadie contaba



Ser soviético implica ser disciplinado y obedecer, así que la pelota le llega al base nada más sacar de banda. Kurtinaitis, el mejor tirador del equipo, lleva varios minutos eliminado por faltas. Queda Tikhonenko, que es la opción más lógica, y quizá Khomicius, un hombre de rachas. Como opciones más descabelladas están Sabonis y Tarakanov, un jugador experto en estas lides, acostumbrado a finales así con el CSKA de Moscú. Sin embargo, de momento, el que bota y el que tiene que decidir es Valters, con su pequeño bigote, tan soviético, como si todos los totalitarismos necesitaran de su mostachito para hacerse notar, para uniformarse.

Valters, ya lo hemos dicho, acaba de anotar un triple, pero antes ha fallado otros tres. Su serie de tiro es 1/8 para siete puntos. Está acostumbrado a vivir bajo el radar porque no juega en el Zalgiris y no juega en el CSKA sino en el pequeñísimo VEF de Riga, la capital de Letonia. El VEF no disputa el campeonato a los grandes pero como buen letón ha preferido quedarse en casa aunque sea en un equipo cuyo techo en la competición local será un quinto puesto en toda la década de los 80. Riga es una ciudad de baloncesto y títulos, pero todos los ha ganado el vecino, el ASK, que está en una crisis tremenda desde que se apuntara las primeras tres Copas de Europa a finales de los cincuenta.

El público grita “Rusia, Rusia, Rusia” pero la pelota la bota un letón y todos esperan a un lituano, cosas que sabremos con el tiempo, igual que sabremos que quien le defiende es un croata.

Quedan diez segundos, nueve, ocho… Valters ordena un bloqueo y continuación con Sabonis, con la idea de que el héroe de la hinchada se abra y tire otro de sus triples frontales. Sin embargo, Valters desobedece. Valters decide que la estrella, por un día, va a ser él, y sabe que si falla, si consuma su 1/9 en tiros, Gomelski le va a mandar a Siberia o como mínimo se le van a acabar los viajecitos al extranjero, esos viajecitos en los que los jugadores soviéticos aprovechan para ganarse un dinero gracias al contrabando, casi su único contacto con el exterior.

Valters sabe todo eso pero aun así lanza. Por supuesto, anota. Como para no hacerlo. El partido está empatado a 85 y el cronómetro se apaga: dos, uno, cero… Los jugadores de la URSS no corren a abrazar al letón porque para ellos la individualidad no existe, pero sí que saltan y gritan y se abrazan entre ellos como si hubieran ganado el partido. Porque lo han ganado. Porque saben que Yugoslavia no está preparada para un golpe así y que acabará cayendo en la prórroga víctima de los tiros libres de Sabonis y del empecinamiento de Cosic y su segundo, Ivkovic, en mantener a Divac en el campo, autor de cuatro faltas en cinco minutos y, todo hay que decirlo, una canasta que anuncia grandes cosas.

Valters no necesita hacer nada más; de hecho, vuelve a fallar otro triple, ya vuelto a la normalidad, y se limita a botar tranquilamente, sin estridencias, y a buscar una y otra vez al pívot lituano. Al final, la URSS ganará 91-90 con una última posesión de libro: los cinco jugadores abiertos pasándose el balón sin que los yugoslavos ni la huelan. Porque de eso se trataba, de pasarse el balón, compartirlo, cuidarlo… Divac llora y nadie le atiende porque Yugoslavia tiene un aire a Esparta y a la batalla se viene llorado de casa. La URSS jugará la final ante los Estados Unidos de Kenny Smith, Tyrone Bogues, Steve Kerr, Brian Shaw, Sean Elliot y David Robinson, preparado para el primero de sus dos grandes envites internacionales contra Sabonis.

El segundo lo perderá en Seúl, en 1988, y será el más doloroso.



La final soñada acabará con victoria estadounidense por solo dos puntos, 87-85. Valters volverá a su papel de director anodino, acabando el partido con una sola canasta. Al año siguiente jugará el Eurobasket de Grecia, el que la URSS perderá sorprendentemente ante Nikkos Gallis y una panda de amigos exaltados. Ese será su adiós a la selección que le hizo famoso. Ya con 30 años, no puede hacer nada para competir con el joven Marciulionis y su mezcla de velocidad, coraje y tiro. De vuelta a Riga, aún tendrá tiempo de vestir la camiseta de su país, su pequeño país a orillas del Mar Báltico que ya fuera campeón de Europa en 1935, justo antes de la guerra, cuando aún no había caído en las garras de Stalin.

En la grada, medalla de bronce al cuello, Divac jura que volverá, como Mac Arthur. Al año siguiente, impresionará a todos en Bormio, aquel campeonato del mundo juvenil que reunió en un mismo equipo a Kukoc, Radja, Divac, Djordjevic, Illic… y en 1989 se convertirá en el primer yugoslavo en jugar en la NBA —ni más ni menos que en los Lakers de Magic Johnson— y no solo ganará un Mundial sino que ganará dos… pero esa es otra historia.


http://www.jotdown.es/2013/06/el-hombre-con-el-que-nadie-contaba-el-dia-que-la-urss-sabonis-y-valters-hicieron-llorar-a-yugoslavia/

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Re: JOT DOWN. ARTICULOS DEPORTIVOS.
« Respuesta #47 en: Julio 01, 2013, 21:12 Horas »
esta fue la URSS que vimos algunos sevillanos en el estreno de San Pablo???
con USA (universitario, creo) españa y ¿puerto rico o cuba?

allá por el año 1987/88

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Re: Allen Iverson
« Respuesta #48 en: Septiembre 02, 2013, 16:16 Horas »
Alegato por Allen Iverson
Publicado por David Navarro


No quiero ser Michael Jordan, no quiero ser [Larry] Bird o Isiah [Thomas]. No quiero ser como ni uno de esos tíos. Cuando me retire, quiero mirarme en el espejo y decir: «lo hice a mi manera». Allen Iverson.

A punto de anunciar su retirada definitiva del baloncesto profesional, si Iverson echa la vista atrás a lo que fueron sus 14 años en la NBA desde luego podrá decir que lo hizo a su manera. Con lo bueno y lo malo que esto conlleva. A menudo víctima de sí mismo, su vida tiene pinceladas de épica sobre un fondo trágico. La noticia de su retirada llega unos meses después de que nos enteráramos de que, pese a haber ganado más de 150 millones de dólares a lo largo de su carrera —solo en concepto de salario, sin contar los ingresos millonarios de sus patrocinadores—, se había arruinado. Siguiendo un guión familiar, que retrata duramente el excelente documental Broke, la estrella se rodeó de la gente menos adecuada, vivió como si su fortuna no fuera a acabarse nunca, llegando a gastar un millón de dólares en solo una noche en un casino de Atlantic City, y cuando su principal fuente de ingresos (el baloncesto) desapareció, todo se desmoronó paulatinamente. Cuando su amor de toda la vida, Tawanna, con la que había estado desde el instituto y compartía cinco niños, pidió el divorcio el año pasado, Iverson ya estaba en las últimas. «No tengo dinero ni para una cheeseburger», le espetó a su exmujer dándose la vuelta a los bolsillos vacíos, que le dio entonces 61 pavos.

Así pues, Allen Iverson se ha dado de bruces con el destino que tenía reservado, del que trató de huir con su estilo de vida de estrella del hip hop que tantas ampollas levantó en la encorsetada moral yanki y en los mismos cimientos de la NBA. Pero tras los anillos y cadenas de oro, las trenzas, las bandanas y la pose de matón, nunca dejó de existir el crío que sufrió una infancia durísima en Hampton, Virginia, hijo de una madre soltera de solo 15 años y un padre biológico que se desentendió de su familia.

Con solo ocho años, Allen presenció su primer asesinato. Varios de sus amigos murieron tiroteados, y a los 16 años, su mejor amigo fue apuñalado hasta la muerte. Criado en ese ambiente, no es de extrañar que lo que saliera de ahí fuera un chaval poco dado a los formalismos. Como dice un antiguo vecino suyo al ser preguntado por qué de los barrios más marginales salen los mejores deportistas: «aquí siempre decimos que la mejor comida sale de una olla a presión».

Para Allen el deporte supuso primero una muy necesaria vía de escape a la presión de ese submundo, y luego una brillante oportunidad, cuando al alcanzar la adolescencia, pese a medir apenas 180 centímetros y pesar 70 kilos, poseía una fortaleza inaudita para alguien de su tamaño, así como una gran velocidad, rápidos reflejos y una cabeza que parecía pensar más rápido que las de todos los demás. Primero vino el fútbol americano con el instituto, donde se convertiría en el mejor jugador del estado, sumando en un año 2204 yardas ofensivas, ganando el título para su equipo.



Pero lejos de los focos, las cheerleaders, los balones y los aplausos, cuando volvía a la vida real, todo volvía a desmoronarse de nuevo a su alrededor. Su madre solía desaparecer durante períodos indeterminados de tiempo para darse a las drogas. En una ocasión el pequeño Allen fue captado por cámaras de seguridad comprando drogas para su madre. Como el crío que va a comprar el pan. Dada la indulgencia de la madre, tuvo que hacerse cargo de su hermana, a quien tenía que alimentar de alguna forma, sin un hogar fijo, rotando entre las casas de amigos y familiares. Su entrenador de baloncesto en el instituto, Mike Bailey, recuerda: «Había ocasiones en las que Allen no sabía dónde iba a tomarse su próxima comida. Era un chaval que no podía ni siquiera ducharse porque les habían cortado el agua corriente en casa». La única persona a la que Iverson ha podido llamar «papá» fue su padrastro, Michael Freeman, que trató de sacar a Allen y su madre de la miseria de la única forma que conocía: traficando con drogas. Las cosas no le salieron bien y fue encarcelado en varias ocasiones, pero Iverson no se olvida de lo que hizo por ellos: «Lamento toda la cárcel que tuvo que sufrir por nosotros. No podía soportar vernos vivir de esa manera, así que salió a la calle e hizo lo que tenía que hacer».

No contento con ser el mejor jugador de fútbol americano de la liga, quiso ser también el mejor en baloncesto. Como no podía ser de otro modo, su éxito fue rotundo, y andaba camino de liderar a su equipo para ganar el título estatal cuando todo se estropeó en la noche de San Valentín de 1993, en una bolera donde los únicos negros que había eran Allen y sus amigos. Una escalada de insultos y empujones desembocó en una pelea multitudinaria que terminó con cuatro detenidos, de los cuales ninguno era blanco pese a que los golpes volaron en ambas direcciones. Allen era uno de los acusados.

Mientras el juicio llegaba, Iverson lideró al equipo de baloncesto de su instituto para ganar el título estatal con unos promedios de escándalo: 31,6 puntos, 8,7 rebotes y 9,2 asistencias por partido. Su total de puntos esa temporada, 948, superó ampliamente el récord anterior, que había sido ostentado por Moses Malone durante casi 20 años.

Iverson3Pero de nuevo, al salir de los pabellones que lo idolatraban, se dio de bruces con la vida. A pesar de no tener ninguno de ellos antecedentes y ser menores, se les juzgó como adultos aprovechando un artículo creado en su momento para proteger a los negros de los linchamientos a los que eran sometidos por los blancos años atrás. Irónicamente, ese mismo artículo fue usado en contra de ellos. En un juicio que pronto se convirtió en un espectáculo dada la notoriedad de Iverson, los jóvenes negros fueron duramente juzgados. Iverson, en eso que se suele llamar una condena ejemplar, fue sentenciado a cinco años de prisión y se resignó a ver como su sueño de escapar de la miseria se iba a la mierda encerrado en la prisión de Newport News City Farm.

El enorme apoyo por parte de la comunidad negra, que veía en la condena motivos racistas, logró que el gobernador revisara el caso y, tras cuatro meses en la cárcel, Iverson fue indultado en 1995 por falta de pruebas, y poco después lo serían sus amigos.

Este suceso sin embargo marcaría para siempre su vida, y en adelante su trayectoria como deportista nunca estaría disociada de lo que pasó aquella noche en la bolera. No le impidió sin embargo ser elegido por Philadelphia en la primera posición del draft de 1996, donde por fin se podría medir al mejor: a Aerolíneas Jordan.

Varios años atrás, en 1992, Iverson estaba comiendo con sus compañeros de equipo en una hamburguesería para celebrar su título de campeones de Virginia, cuando este soltó: «Creo que podría ganar a Michael en un uno contra uno»

Todos creyeron que estaba hablando de Michael Evans, un compañero de equipo, y Boo Williams, uno de los técnicos le dijo: «Allen, todos sabemos que puedes vencer a Michael».

«No, no. Apuesto a que podría con Michael Jordan»

Todos lo miraron expectantes, esperando que se riera o hiciera algún gesto que demostrara que estaba de broma, pero nunca llegó. Williams después declararía que tras eso no pudo terminarse la hamburguesa.

Ya en 1996, con Jordan en una de sus mejores temporadas, ambos se encontraron por fin frente a frente. Y esto es lo que pasó:



Su trayectoria en la NBA es algo que no puede explicarse en un artículo. Es preciso haber sido testigo. Pese a ser casi siempre el jugador más pequeño de la cancha, su agresividad jugando no conocía de tamaños. Sus penetraciones salvajes metiéndose entre los cuerpos de los gigantes rivales, sorteándolos con agilidad felina y jugando con los defensas rivales hasta el punto de la humillación son dos cualidades que lo hacían un jugador único e irrepetible. Su pequeño cuerpo, cosido a moratones por la gran cantidad de golpes que su insolencia le garantizaba en cada partido, era capaz de los movimientos más rápidos y los cambios de mano más fulminantes. Su increíble capacidad para anotar, bien penetrando con bandejas inverosímiles, bien con su tiro en suspensión, sus reflejos, su velocidad y su astucia le valieron para liderar a un equipo de perfil bajo como Philadelphia para codearse con los más grandes de la liga. El culmen llegó al hacer mortal a la máquina de guerra angelina que Phil Jackson construyó con un quinteto inicial cuya sola mención sigue causando sudores en más de uno: Ron Harper, Kobe Bryant, Horace Grant, Rick Fox y Shaquille O’Neal.

En 2001, Iverson llevó a los 76ers a la final de la NBA tras tres series de playoffs no exentas de épica: 3-1 ante los Pacers de Reggie Miller, 4-3 ante Toronto, entonces con Vince Carter y Anthony Davis en sus momentos más dulces, y finalmente otra victoria en el séptimo partido contra los Bucks, por entonces liderados por Sam Cassell y un joven Ray Allen.

Los Lakers, vigentes campeones, llegaban mucho más descansados: habían llegado a la final de la NBA sin perder un solo partido, un rodillo baloncestístico. Los 76ers, con Iverson como estrella, bien acompañado por Aaron McKie y el enorme en todos los sentidos Dikembe Mutombo, aterrizaron entre miradas displicentes y una euforia general en la que se daba por hecho que los Lakers ganarían ese anillo sin perder un solo partido en playoffs. El salto inicial dio paso a dos exhibiciones individuales. Shaquille estuvo colosal, como es él, pero ni sus 150 kilos ni sus 44 puntos y 20 rebotes sirvieron para evitar que un jugador con la mitad de su peso decantara el partido para el lado de su equipo: con 48 puntos, 6 asistencias y 5 robos, Allen Iverson dejó mudo al Staples Center de Los Angeles robándoles la victoria por 107 a 101. En el último cuarto nos dejó uno de sus mejores movimientos frente al impotente Tyronn Lue.Ese fue el año en el que ganó el justo galardón al mejor jugador de la temporada, pasando por delante de colosos como Tim Duncan y O’Neal.

Iverson4Pasaron varios años en los que Iverson continuó siendo uno de los mejores de la liga, siempre entre los máximos anotadores. Pero entonces le sucedió lo que a todos los jugadores: su cuerpo maduró, y se hizo más débil. Su cabeza no maduró, y se hizo más débil. Quiso seguir siendo el mismo anotador salvaje y descarado que había sido siempre, solo que ya no podía seguir siendo así. Tras su pico de juego, lo que quedó fue una frustrante lucha entre su ego y su cuerpo, negándose el primero a traspasar su rol de estrella a otro de jugador de equipo. Su marcha de los 76ers tras diez años en la franquicia para buscar un campeonato que nunca llegaría fue el inicio de una cada vez más decepcionante declive pasando por tres equipos distintos, que culminaría finalmente con una vuelta a Philadelphia en 2009, donde firmó por poco más de un millón de dólares (cuando había llegado a cobrar más de 20) y desapareció el 22 de febrero del año siguiente, sin preaviso, dejando colgados a técnicos, compañeros y aficionados, para no volver a jugar más en la NBA.

Su legado es difícilmente definible. Por un lado está la figura del jugador, sin duda alguna uno de los mejores hombres pequeños que jamás hayan jugado a baloncesto. Los trofeos así lo acreditan: MVP de la liga en 2001, rookie del año en 1996, cuatro veces líder en anotación de la liga, tres veces líder en robos de balón y once veces all-star. Por otra parte está la estrella del hip hop. Su falta de respeto a todo lo establecido, desde el resto de jugadores hasta la misma organización de la NBA, pasando por entrenadores o árbitros, no le ayudaron a hacer amigos.

Iverson llegó a la NBA comportándose del modo en que la vida le había enseñado que debía hacerlo para protegerse a sí mismo y a los suyos, entre el macho alfa y el camello con pistola sin marcar. No deja de ser hipócrita que se le exija a un chaval que viene de un gueto donde las drogas y los asesinatos son el pan de cada día que adquiera modales de mayordomo inglés por el simple hecho de jugar en una liga profesional de baloncesto.

Pionero en introducir los tatuajes y el aspecto hiphopero en el baloncesto, fue objeto de todo tipo de críticas, hasta el punto de que en 2005 el comisionado de la NBA David Stern implementó un código de vestimenta contra el que muchos protestaron, entre ellos por supuesto Iverson, indignados por la falta de libertad de expresión y la criminalización de una forma determinada de vestir, que sin embargo sí se usaba oficialmente para promocionar la liga y sus productos mediante anuncios con temática hip hop.

Así como Larry Bird y Magic Johnson fueron los símbolos de los 80 y Jordan lo fue de los 90, Allen Iverson fue uno de los jugadores más icónicos de la década de los 2000, llevando la imagen de las calles a los lujosos pabellones de la NBA. Hoy en día raro es el jugador que no lleve tatuajes o use accesorios como brazaletes o mangas, otra de las peculiaridades de Iverson. Eso sí: de la imagen de rapero poco o nada queda. Esa imagen rebelde ha sido radicalmente sustituida por una imagen que roza y supera en ocasiones la imagen ridícula del peor Steve Urkel. Ejemplos especialmente sangrantes son los de jugadores como Russell Westbrook o Dwyane Wade.

Cuando era pequeño, su madre le dijo que podía ser lo que él quisiera. Al cumplir los nueve años, le dijo a su madre que sería el primer Iverson en ser deportista profesional. Las posibilidades de que aquel niño esmirriado, criado en un gueto insalubre con una mortalidad juvenil altísima, llegara a la NBA eran ínfimas. Pero lo hizo.

Ahora es distinto. Sin dinero, sin apoyos, sin esposa y, lo que es peor: sin baloncesto, Allen Iverson es un fantasma sobre la faz de la tierra. De pequeño tenía la vida por delante para crecer y luchar, y vaya si lo hizo. No obstante, la sensación que da ahora Iverson es la de alguien que tiró la toalla ya hace años. Desde que dejara Denver, las noticias que hemos ido recibiendo de él han sido cada vez peores. Cuando creíamos que no podía caer más bajo, nos ha demostrado que sí era posible. No hay absolutamente nada que haga presagiar que recibamos una buena noticia con su nombre en ella. Pero si alguien ha demostrado que se pueden desafiar todos los pronósticos para lograr emerger de la miseria, ese ha sido él.




http://www.jotdown.es/2013/08/alegato-por-allen-iverson/

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Re: JOT DOWN. ARTICULOS DEPORTIVOS.
« Respuesta #49 en: Septiembre 12, 2013, 12:38 Horas »
Que gran entrevista a un, por lo menos para mí, pedazo de entrenador (o vendecolchas o hacedor de lluvia, como queráis llamarle) como es Paco Jémez.

http://www.jotdown.es/2013/07/paco-jemez-cruyff-ha-sido-influencia-en-todo/

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Re: JOT DOWN. ARTICULOS DEPORTIVOS.
« Respuesta #50 en: Septiembre 12, 2013, 13:05 Horas »
La de Paco Jémez ya la había leido, ESPECTACULAR.

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Re: MIKE TYSON EN 28 ASALTOS.
« Respuesta #51 en: Septiembre 20, 2013, 23:42 Horas »
Mike Tyson: los 28 combates que lo llevaron al título, uno a uno (I)
Publicado por E.J. Rodríguez



«¿Por qué no puedo tener lo que quiero? ¿Por qué? He trabajado duro para conseguirlo, he sudado por conseguirlo. No lo robé. Sangré en el gimnasio por ello, he golpeado mi cuerpo bien fuerte, los rivales me han pegado fuerte. ¿Por qué no debería tenerlo? ¿Por qué deberían quitármelo?»

En Jot Down ya hemos hablado alguna vez de Mike Tyson; concretamente Rubén Uría escribió sobre su importantísima relación con Cus D’Amato —el legendario entrenador que lo recibió en su casa como a un hijo adoptivo— o sobre el día en que para estupor del mundo entero, Tyson sufrió su primera derrota profesional por KO a manos del rival más inesperado, un relativo  segundón llamado James «Buster» Douglas.

Normalmente cuando se habla de Mike Tyson se suele incidir en los aspectos personales más problemáticos o en su llamativa caída como púgil y como persona. No resulta extraño, porque Tyson es el prototipo de gigante con los pies de barro, de juguete roto que perdió el timón de su vida cuando ya había alcanzado la cumbre y que da como para escribir mil y una reflexiones. Es verdad que su tormentosa biografía es propia de personaje de alguna novela de Dickens y de hecho recomendaría a quien todavía no lo haya visto el excepcional documental-entrevista que se titula sencillamente Tyson, donde podemos ver en su faceta más descarnada a uno de los grandes mitos del boxeo y la cultura popular de finales del siglo XX. Pero hoy, al menos, de lo que me interesa hablar es del Mike Tyson boxeador en sus años de gloria. Del púgil que revolucionó un deporte como pocos antes que él. Del hombre que siendo apenas un adolescente asombró a los expertos pelea tras pelea. Del peso pesado que con 28 victorias en 28 combates —incluyendo 26 KO— se convirtió en el campeón mundial más joven de todos los tiempos. Del hombre que revitalizó el interés por una disciplina que había caído en el sopor tras la decadencia y retirada del gran Muhammad Ali. De aquel fascinante fenómeno llamado Michael Gerard Tyson. Creí que sería realmente interesante ver cómo un debutante de 18 años va haciéndose camino hasta conseguir el cinturón de campeón del mundo de los pesos pesados apenas cumplidos los veinte.

Mucha gente tiene una concepción equivocada sobre el Tyson boxeador, sobre todo si desconocen su primera etapa, la de su ascensión a la gloria. Piensan que era solamente un bruto cuya única arma era su enorme pegada. Pero nada más lejos de la realidad. Sí, sus golpes potentes podían tumbar a cualquiera. Esos golpes demoledores eran lo que más llamaba la atención y traían a la memoria la dinamita de Sonny Liston, George Foreman o (sobre todo) Joe Frazier. Y es verdad que sus rivales a menudo perdían antes de pisar el cuadrilátero, atenazados por el pánico, y que eso producía brevísimos combates que reforzaban la idea de Tyson como de un one trick pony. Pero había más, bastante más en su estilo que su pegada y su aterradora planta. No podemos olvidar que Tyson fue un gran boxeador desde varios puntos de vista, no solamente por esa pegada, y que durante una época cada una de sus apariciones eran una delicia para el aficionado, por más que sus fugaces combates acostumbrasen a terminar en un KO prematuro. No, Tyson quizá no poseía el repertorio de Ali o de Sugar Ray Robinson, eso es cierto. Pero era rápido de manos, ágil de cintura e incluso —a su manera— ligero de piernas. Tyson sabía que la velocidad también equivale a fuerza. Un golpe potente es un golpe fuerte, pero un golpe potente y rápido es doblemente fuerte. Tyson era más que un pegador básico. Dominaba varias combinaciones, sabía vulnerar las guardias de los rivales, sabía cuándo atacar y cuándo esperar. Era hábil esquivando golpes y sus cualidades defensivas —que, eso sí es cierto, se resintieron muchísimo cuando ya siendo campeón comenzó a descuidar su preparación— a menudo son infravaloradas por quienes solo recuerdan al Tyson de la gran fama.

Su más celebrado golpe era aquel gancho de izquierda que podía derribar árboles, aquel gancho que era su marca de fábrica y que se cuenta sin duda entre los mejores ganchos de izquierda de todos los tiempos. Otro de sus golpes de la casa era el uppercut, con el que desde abajo solía castigar a sus rivales en la corta distancia, especialmente si eran más altos que él. Pero como decíamos también podía lanzar veloces combinaciones de cinco, seis o siete golpes, rápidos como el relámpago. Sus dos brazos eran muy potentes y los dominaba a la perfección, de hecho cambiaba continuamente entre la guardia ortodoxa (diestra) y la southpaw (zurda), porque podía aspirar a noquear desde ambos flancos con idéntico control y precisión. Perfeccionó la guardia peek-a-boo, con los antebrazos ante la cara y los guantes casi a modo de orejeras: esa misma guardia que muchos años atrás Cus D’Amato había enseñado a Floyd Patterson. Una guardia arriesgada si uno no era lo bastante rápido como para esquivar y lanzar terribles contragolpes, pero que —al menos mientras Tyson conservó su velocidad— le permitió vapulear a púgiles mucho más altos y con mayor alcance de brazos que él. Por si fuera poco, en sus primeros años fue un boxeador tremendamente disciplinado cuya forma física era extraordinaria. Mike Tyson no era un púgil perfecto —probablemente ningún púgil es perfecto— pero edurante un tiempo fue uno de los más grandes y más excitantes pesos pesados que el mundo haya visto. Habrá cometido muchos errores en su carrera profesional y en su vida personal, desde luego, pero hay algo que como él mismo dice no le podemos quitar. Y ese algo es la gloria deportiva que se ganó bien a pulso, a base de mucho trabajo, de determinación y de talento.

Aquí repasaremos sus 28 primeros combates profesionales. Una fulgurante carrera que desde marzo de 1985 a noviembre de 1986 lo llevó desde el anonimato hasta el campeonato del mundo. Su primer año como profesional, que veremos pelea a pelea en esta primera parte, fue literalmente increíble. Debutó el seis de marzo de 1985, con 18 años de edad y siendo un desconocido… pero a finales de ese mismo año ya había periodistas que le estaban preguntando por qué no se enfrentaba a púgiles del Top Ten. Algunos incluso insinuaban la posibilidad de que a principios de 1986 intentase pelear contra alguno de los tres campeones mundiales vigentes de las tres asociaciones (WBC, WBA e IBF) en las que estaba dividido el boxeo. El joven Tyson respondía a las preguntas sobre un posible título con la cándida sencillez que lo caracterizada en aquellos tiempos, cuando el antiguo delincuente juvenil respondía a los reporteros con un cortés «Yes, sir» y trataba de no decir una palabra más alta que otra: «Llevo solo unos meses como profesional y en boxeo, hablar de pelear por el título a estas alturas es completamente absurdo». O «decidir con quién peleo es cosa de mi mánager; él no me dice cómo hacer mi trabajo y yo no le digo cómo hacer el suyo. Cuando él crea que estoy preparado para vencer a un campeón del mundo, yo también lo creeré».





http://www.jotdown.es/2013/09/mike-tyson-los-28-combates-que-lo-llevaron-al-titulo-uno-a-uno-i/

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Re: El hombre que le regaló a Michael Jordan su tercer anillo
« Respuesta #52 en: Octubre 09, 2013, 22:45 Horas »
El hombre que le regaló a Michael Jordan su tercer anillo

Publicado por Guillermo Ortiz
John Paxson


La eliminatoria ha vuelto a Phoenix. Los Bulls llevan todo el año así, un poco jugando al ratón y al gato: ahora me alcanzas, ahora me escapo. Sufrían como perros contra los Knicks en la final de conferencia, con un 2-0 en contra y unas sensaciones horrorosas, y a la semana la cosa ya estaba 2-4, billete asegurado para jugarse contra Charles Barkley la final de la NBA, su tercera consecutiva, la oportunidad de ser el primer equipo desde los Minneapolis Lakers y los Boston Celtics en ganar tres anillos de campeón en tres años.

Magic Johnson no pudo hacerlo. Kareem Abdul-Jabbar no pudo hacerlo. Larry Bird ganó tres en toda su carrera, nunca, por supuesto, consecutivos.

Ese es el reto que tiene ante sí toda una generación de jugadores que empezaron con Doug Collins a finales de los 80 y se asentaron con Phil Jackson a principios de los 90. Una generación de jugadores que poco a poco van llegando a los treinta años con lo que eso implica: mayor madurez en su juego pero la necesidad imperante de gestionar los esfuerzos: el verano anterior, Jordan y Pippen se han pasado meses con el Dream Team de gira en vez de descansar y preparar la temporada. Bill Cartwright ha estado casi todo el año lesionado y Horace Grant ya parece buscar un sitio donde le traten y le paguen mejor. El eterno agraviado.

Junto a ellos, los jornaleros de la gloria, esos jugadores que no pueden faltar en ningún equipo de Phil Jackson: el veterano base suplente John Paxson, el flamante base titular B.J. Armstrong, el pivot fajador Will Perdue, el siempre sólido Scott Williams y el bala perdida de Stacey King, figura universitaria que nunca llegará a más que a «tipo que hace vestuario» en la NBA. Ellos cinco, más las tres estrellas, más el entrenador, son los que quedan de aquel primer anillo ganado en el Forum de Inglewood en la misma cara de Jack Nicholson, el canto del cisne de unos Lakers que perderían a Magic por el SIDA apenas unos meses más tarde.

Ocho jugadores que aguantan tres años y aguantan ganando es algo de lo más inusual en la NBA y por eso pasan cosas como estas: pierdes la ventaja campo por una liga regular decepcionante, llegas a la final a base de talento… y cuando parece que está todo hecho y has ganado los dos primeros partidos en Phoenix, vas y pierdes dos de tres en tu Chicago Stadium para darle emoción a la historia. Uno de ellos, para añadir más dramatismo, después de tres prórrogas, el que hubiera puesto el casi definitivo 3-0 en el marcador.


.

El hambre de una manada de lobos solitarios

En definitiva, como decía al principio, la eliminatoria ha vuelto a Phoenix, que lleva muchos años sin verse en una de estas, exactamente desde 1976, cuando otra triple prórroga en el Boston Garden y un poco de magia de John Havlicek dejaron al equipo de Paul Westphal y compañía a un paso del primer campeonato para una franquicia por entonces joven. Diecisiete años después, ahí sigue Westphal pero esta vez como entrenador y si algo se puede decir de sus Suns es que tienen hambre. Un hambre brutal. Un hambre de sesenta y dos victorias y solo veinte derrotas y contraataques constantes, triples imposibles, un juego veloz marcado por el espídico Kevin Johnson, que con los años acabaría como alcalde de Sacramento.

Es el hambre de un grupo de hombres que no están acostumbrados a la gloria, es decir, que no son los Chicago Bulls. Jugadores que se han tenido que ganar el respeto tras años y años en la liga como Danny Ainge, que han vivido con el peso de la final olímpica perdida en Seúl como Dan Majerle, que han recurrido a concursos menores para asomarse a Sports Illustrated como Richard Dumas o Cedric Ceballos… y sobre todo el hambre de dos campeones que nunca han llegado a serlo: Tom Chambers, estrella en Seattle, ya en sus treinta y muchos, con un papel residual en el equipo y sobre todos ellos Charles Barkley, el tipo que siempre estuvo «a punto de»… A punto de ser elegido por Bobby Knight para jugar los Juegos Olímpicos de 1984, a punto de ser el máximo anotador de la temporada en varias ocasiones, a punto de ser el mejor jugador de la liga sin llegar siquiera a los dos metros…

El hambre de Barkley es insaciable y la temporada de los Phoenix Suns no se entiende sin él. El paso por el Dream Team le ha venido de maravilla. Todo el mundo está de acuerdo en que fue el mejor dentro de la pista aparte de ser el más carismático fuera de ella. Por una vez el patito feo se sintió un cisne y le gustó. Harto de ser un perdedor en los Philadelphia 76ers, incapaz de continuar el legado de los Cheeks, Julius Erving o Moses Malone, con los que llegó a coincidir muy brevemente al principio de su carrera, Barkley había forzado su fichaje por los Suns para buscar por fin el anillo que le era esquivo. El resultado no podía haber sido mejor: MVP de la temporada dentro del mejor equipo de la liga.

Lejos quedan las polémicas, como cuando tras perder un partido en el último segundo, dijo a la prensa que lo que le apetecía era llegar a casa y pegarle una buena paliza a su mujer o como cuando tras ser expulsado por faltas de un partido le dijo al árbitro en cuestión: «¿Crees que esta gente ha pagado la entrada para verle a él?», refiriéndose al compañero de equipo que le sustituía. Barkley ahora no solo presume de hambre sino de madurez, y ahí está, a dos partidos de su primer título, los dos en casa, ante su público.

Sin embargo, si hay un equipo al que «el Gordo» no da miedo alguno es a los Chicago Bulls. Tiene sentido: Jordan le tiene comida la moral. Le ha vencido varias veces en la Conferencia Este, le ha superado como anotador y como estrella individual. Cuando los dos parecían condenados a ser primadonnas sin premio colectivo, Michael se ha puesto a ganar títulos como loco. Puede que alguien quiera ser como Charles, eso nadie lo duda, pero desde luego los niños lo que cantan es el «I wanna be like Mike» que les repite Nike cada cuatro anuncios.

Para los Bulls, Barkley es lo que Jordan era para los Pistons: un perdedor, un tipo predecible. De hecho, Phil Jackson apenas le presta atención y se centra más en parar como sea a Kevin Johnson y mitigar los daños que pueda causar Dan Majerle en ataque. El objetivo no es Barkley sino encerrar a los bases de Phoenix en esa tala de araña que tejen los brazos de Jordan y Pippen con las ayudas de Grant tras bloqueo. Parar el ritmo. Bajar la anotación. Llevar el partido al ritmo de las finales, donde los niños, dice el tópico, no pueden seguir el ritmo de los hombres.

La táctica tiene éxito a medias porque si no los Suns no estarían aún vivos y coleando: la anotación supera con creces los 100 puntos en casi todos los partidos y Barkley, sin ser del todo decisivo, presenta unos números impecables: 28,6 puntos, 12,2 rebotes y 4,8 asistencias por partido, aunque con unos porcentajes mejorables. Enfrente, Michael Jordan viene de tres exhibiciones majestuosas ante su público: 44 puntos en el tercer partido, 55 en el cuarto, y otros 41 en el quinto. Dos de los tres han acabado en derrota y no es casualidad: cuando el partido se convierte en una demostración individual —y así fue durante muchos años— lo normal es que el equipo pierda. Si los Bulls han aprendido a ganar y a ganar casi siempre es porque juegan en equipo, porque mezclan el uno contra uno con lo que Tex Winter y Phil Jackson han dado en llamar «el triángulo ofensivo» o «ataque de triple poste», una táctica algo confusa que solo ellos parecen entender de verdad, que, de hecho, a ellos les parece sencillísima, pero que en su sencillez esconde tal variedad de opciones que a los ojos del espectador es difícil buscar patrones.



Así que, en resumen, y tras cinco partidos, Jordan le va ganando el pulso a Barkley, pero esto no es un duelo entre dos sino entre diez y la ciudad de Phoenix se engalana para albergar el sexto encuentro con la esperanza de que la cancha vuelva a ser el fortín que fue durante la liga y no el coladero que viene siendo a lo largo de los play-offs. Los analistas coinciden en que los Suns son mejor equipo. También coinciden en que acabarán perdiendo. Sir Charles no está de acuerdo. Tras sobrevivir al quinto partido en Chicago, lo tiene claro: «Dios quiere que ganemos un campeonato del mundo». Jordan es más práctico: cuando se sube al autobús que lleva al equipo al America West Arena, lo hace con un puro de 30 centímetros entre los labios y saluda a todo el mundo de esta manera: «Hola, campeones, vamos a patear unos cuantos culos en Phoenix».

El colapso improbable de los Bulls

El problema es que durante el primer cuarto del sexto partido, el dios de Barkley no aparece por ningún lado y Michael Jordan no se cansa de patear traseros: anota tres triples para un total de 15 puntos, y los Bulls se adelantan 28-37 en el marcador. A tiras y aflojas, pese a los ataques de rabia de Barkley, Johnson y Majerle, la diferencia se mantiene a la entrada del último cuarto: 79-87. ¿Qué posibilidades tienes de ganar un partido a un equipo que tiene a Michael Jordan cuando llegas al último cuarto perdiendo? Es más, ¿qué posibilidades tienes si además a Jordan le va la vida ganar ese partido? Pocas. Ninguna. Las que te ganes con tu defensa.

Y así, de repente, los Phoenix Suns, el equipo ofensivo por excelencia, se convierten en un grupo de ninjas, que diría Andrés Montes. La magia de B.J. Armstrong, que ha anotado cuatro triples en el que parece que va a ser el partido de su consagración definitiva, desaparece: no lee bien la defensa rival y da la sensación de que el partido le supera. Chicago falla los cinco primeros tiros, Pippen envía una circulación aparentemente sencilla a la grada. A falta de cuatro minutos y medio, la ventaja es de solo dos puntos: 88-90 tras canasta de Jordan, cómo no. Kevin Johnson divide la zona y saca el balón a Dan Majerle, que intenta uno de sus triples improbables, desde casi ocho metros. Entra limpio. Llevamos siete minutos y pico del último cuarto y los Bulls pierden por un punto de diferencia por primera vez desde mediados el primer período. Lo que es peor: apenas han anotado una canasta, la citada de Michael.

Phil Jackson pide tiempo muerto y decide «jugar pequeño». Retira a Scott Williams del campo y mete a John Paxson para abrir más el campo y tener más posibilidades de tiro. Armstrong, Jordan y Paxson por fuera; Pippen y Grant, por dentro. Se lo puede permitir porque Phoenix no tiene un pivot dominante, de hecho el poste bajo es propiedad absoluta de Charles Barkley, que anota, rebotea y reparte y sobre todo enciende a la grada después de cada defensa perfecta, cada 24 segundos de posesión que se agotan…

La entrada de Paxson tiene una connotación táctica pero también mental. John Paxson siempre ha sido un jugador bajo radar: de joven, su hermano Jim era mucho mejor que él, un dos veces All Star en los Blazers de Portland. Mientras, John se ganaba la vida anotando suspensiones de seis metros cuando Jordan decidía pasarle la bola en aquellos anárquicos Bulls de Doug Collins. De él se esperaba poco o nada: no era un gran defensor, pero luchaba contra los rivales y los prejuicios de los árbitros. No era un hombre que pudiera crearse su propio tiro, pero siempre sabía colocarse donde pudiera recibir el pase correcto. No era un organizador de juego; de hecho, cada año los Bulls fichaban a alguien para reemplazarle… pero al final entendía el triángulo mejor que nadie.

En 1991, Paxson había sido clave en el primer título de los Bulls, esos Bulls a los que llegó con media melena y bigote ochentero. Cinco canastas consecutivas del base-escolta habían decidido el quinto partido en Los Angeles después de que Phil Jackson le echara una bronca a Jordan de escándalo por destrozar el ritmo del ataque con sus continuos uno para uno. «¿Quién está libre, Michael?», repetía Jackson fuera de sí hasta que Michael contestó: «Pax». «Bien, pues más te vale encontrarlo», fue la conclusión, y así, Pax se lió la manta a la cabeza y decidió el partido. Un hombre al que quieres tener en tu equipo en finales apretados. El precursor de Steve Kerr.



Solo que ahora Paxson va a cumplir treinta y tres años, su cuerpo no responde a las exigencias de una competición así, se ha visto adelantado por B.J.Armstrong en la lucha por la titularidad y en lo que va de partido solo ha anotado su clásico triple sin defensor. ¿Qué hará Paxson ahora que los Suns no dejan a nadie libre, que el partido se ha convertido en un combate de boxeo en el que los Bulls han vuelto al «balones a Jordan» como única solución ofensiva?

Jordan contra Barkley, eso es lo que dicta el guion en los últimos momentos. Quizá Majerle contra Pippen, pero es poco probable. Los Suns se adelantan 98-94 a falta de dos minutos y tienen el balón. En los diez minutos anteriores del cuarto decisivo el resultado es 19-7. Nunca jamás se ha visto a los Bulls derrumbarse de esta manera y, sí, quizá Barkley tenga razón y Dios esté de su lado como lo estuvo contra los Lakers cuando Phoenix perdió también sus dos primeros partidos en casa y tuvo que ganar los tres siguientes, o como lo estuvo contra Seattle en el séptimo partido de la final de conferencia. No hace falta irse tan lejos: ahí están las tres prórrogas del Chicago Stadium y el increíble quinto partido, cuando todo Illinois estaba preparado para celebrar el three-peat, el tercer campeonato consecutivo.

Sin embargo, Phoenix falla, Chicago falla, Phoenix vuelve a fallar porque los Bulls ahora defienden también como posesos, no les queda otra. Durante años se hablará del talento ofensivo de ese equipo que ganará seis títulos, pero la clave está en la defensa, en los largos brazos y la presión en todo el campo. A falta de 48 segundos, el veteranísimo reserva Frank Johnson se encuentra en la situación que ningún jugador de complemento desea: el reloj de posesión se agota y tiene que lanzar a cinco metros del aro. Es un tiro desastroso y el rebote va a manos de Jordan, que se cruza la cancha a toda velocidad y anota cogiendo el balón majestuoso a una mano, sin que nadie se atreva a estorbarle. 98-96 Phoenix.

Los Suns juegan sobre seguro la siguiente posesión: Barkley se coloca en su poste bajo y recibe el balón. Quedan 24 segundos de partido y Horace Grant aguanta la posición como puede. Cuando ve que viene la ayuda de Pippen, Barkley dobla el balón de nuevo a Frank Johnson, completamente solo, a una distancia asumible para cualquier escolta. Johnson debería tirar y ser el héroe de la final, pero le viene grande el puesto así que nada más recibir, sin mirar siquiera la canasta, le pasa el balón a Dan Majerle, que está perfectamente cubierto por Jordan. Majerle aún tiene tiempo para volver a pasar a Johnson, pero nada, no tira, no se atreve. La posesión se acaba de nuevo y el tiro de Majerle desde una esquina, no demasiado complicado, apenas toca aro. Muñecas que se encogen.

El rebote va para Pippen, que antes de caer al suelo pide tiempo muerto. Los Bulls tienen 13,6 segundos para darle el balón a Jordan, que lleva 33 puntos, 8 rebotes y 7 asistencias. Otras opciones, poco probables, son Pippen, que ha anotado 23 puntos, pero está inédito en el último cuarto, viejos fantasmas del pasado, y B.J. Armstrong, que dejó sus 18 puntos para el recuerdo pero no ha vuelto a mostrar confianza alguna.

El hombre con el que nadie contaba: John Paxson

Dejémonos de historias: este tiro es de Jordan. No solo es el mejor jugador del mundo, no solo es el más decisivo en los segundos finales… sino que lleva los nueve puntos de los Bulls en este cuarto. Nueve miserables puntos. El resto se ha borrado en ataque aunque haya resistido en defensa. Michael lleva un tiempo pensando en tomarse un descanso del baloncesto. Ser una estrella comercial en los 80 ya era una pesadilla pero la cosa se ha salido de madre con el éxito deportivo y los cotilleos: sus viajes a Atlantic City para jugar al póquer salen en todos los medios, las deudas por apuestas suman y suman cantidades obscenas de dólares e incluso un tal Richard Esquinas acaba de publicar un libro en el que asegura que Jordan le debe 1,25 millones solo en piques jugando al golf.

Al final tendrá que conformarse con unos 300.000, en un acuerdo privado.

Jordan está en lo más alto y eso es bonito pero a la vez es agotador. ¿Y si lo dejara aquí? Un triple en el último segundo de su tercer anillo consecutivo. ¿No sería ese el final más adecuado a esta historia y luego ya retirarse con Juanita, con su familia, cuidar de su padre como su padre ha cuidado de su carrera…? El problema es que lo que sabemos nosotros lo sabe también Paul Westphal. Primero, los Suns niegan el pase a Jordan desde la banda y luego la presión obliga a Michael a deshacerse del balón. Quedan ocho segundos y la pelota la tiene Pippen en la línea de tres puntos. Entra hacia canasta y la dobla a Horace Grant. El ataque parece errático porque de Jordan no se sabe nada pero los errores están en la defensa, que ha cambiado ya tantas veces en las ayudas que no se sabe quién está con quién.



Cuando Grant recibe, en un lateral, listo para el mate, Danny Ainge tiene que ir a una ayuda desesperada. Grant le ve venir antes incluso de tocar la pelota y en cuanto le llega a las manos la dobla hacia afuera. No es exactamente el triángulo pero se le parece: encontrar al hombre libre. ¿Y quién es el hombre libre, Horace? —la versión 1993 del «¿Quién está libre, Michael?»— Efectivamente, John Paxson. Danny Ainge se da cuenta e intenta volver pero se queda a media carrera. No puede hacer ya nada salvo confiar en que Paxson haga un Frank Johnson y renuncie al tiro o lo estampe contra el aro.

Solo que Paxson no es Frank Johnson. Paxson sigue jugando para momentos así, ni más ni menos. No sabe dónde está Jordan ni le interesa. Según su manera de jugar al baloncesto, según la manera de jugar de Phil Jackson, según la manera en la que este deporte se debe jugar, si estás solo, tiras. Seas quien seas. Y como eres un profesional y te pagan un dineral, la metes. Falten tres segundos para que acabe el sexto partido de la final de la NBA o sea el primer cuarto del anodino quinto partido en la carretera durante la liga regular.

Paxson es un mandado y hace lo que se le pide y en este caso lo que se le pide es tirar y anotar… así que eso es lo que sucede. El triple de Paxson entra limpio en la canasta de los Suns, sin dramas ni inquietudes. Jordan celebra porque parte del éxito es suyo, porque es la culminación de un camino que empezó cuatro años atrás, cuando Jackson le convenció de que para ser el mejor tenía que hacer mejores a los demás. En total, ha tenido el balón en sus manos unos dos segundos en todo el ataque. Los compañeros han estado a la altura, incluido el hombre con el que nadie contaba, el blanquito lento que parecía haberse convertido en un suplente para minutos contados.

Quedan 3,9 segundos pero da igual. A los Suns se les ha puesto cara de perdedores, que es lo que la prensa y los Bulls preveían. El ataque siguiente es un «sálvese quien pueda» en el que el gordísimo Oliver Miller recibe, se pone de los nervios, se la da a Kevin Johnson que intenta colarse entre tres y acaba recibiendo un tapón de Horace Grant. Los Bulls han ganado de nuevo. Son campeones por tercer año consecutivo. Las cámaras se centran en la celebración. En Barkley felicitando a Jordan. En el propio Jordan llevándose el balón de nuevo al vestuario.

A pocos metros, junto a los suyos, los Scott Williams, los Stacey Kings, los Bill Cartwrights de este mundo, John Paxson se pone su gorra de campeón sin creerse un héroe porque no lo es. Solo un profesional, de eso se trata.


http://www.jotdown.es/2013/10/el-hombre-que-le-regalo-a-michael-jordan-su-tercer-anillo/

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Re: MIKE TYSON EN 28 ASALTOS.
« Respuesta #53 en: Noviembre 11, 2013, 18:59 Horas »
Mike Tyson: los 28 combates que lo llevaron al título, uno a uno (I)
Publicado por E.J. Rodríguez



«¿Por qué no puedo tener lo que quiero? ¿Por qué? He trabajado duro para conseguirlo, he sudado por conseguirlo. No lo robé. Sangré en el gimnasio por ello, he golpeado mi cuerpo bien fuerte, los rivales me han pegado fuerte. ¿Por qué no debería tenerlo? ¿Por qué deberían quitármelo?»



(Viene de la  primera parte)

Enero de 1986. Durante sus primeros nueve meses como profesional Mike Tyson ha subido al cuadrilátero quince veces y todas las ha ganado por KO. Es un comienzo meteórico e intenso, porque quince combates profesionales en menos de un año son muchos combates. Ningún campeón mundial de los pesados ha peleado tanto durante su temporada de debut. Pero Tyson está obteniendo victorias tan veloces (once de sus KO han llegado en el primer asalto y ninguno después del cuarto) que se puede permitir el lujo de descansar poco entre velada y velada, acumulando currículum a velocidad de vértigo. Aún no es una celebridad mundial, ni mucho menos, aunque la prensa deportiva internacional ya empieza a mencionar su nombre. También acaba de aparecer en la portada de la revista Sports Illustrated con el titular «Kid Dynamite: es el próximo gran peso pesado y tiene solo diecinueve años». El excitado sentimiento de anticipación que su aparición está provocando es algo que muy pocos deportistas jóvenes han conseguido crear a lo largo de la historia. En ese artículo de Sports Illustrated, por ejemplo, se dicen muchas cosas de Mike Tyson, pero es especialmente interesante la descripción que de él hace el comisionado de boxeo del estado de Nueva York y excampeón mundial de los semipesados, José Torres:

Mike Tyson es tan rápido y tan potente que resulta casi imposible resistir la fuerza de sus golpes. Allá donde te golpee vas a sentirlo. Me recuerda quizá a George Foreman, pero Tyson es mucho más rápido que Foreman. Me recuerda también al estilo de Rocky Marciano, pero Tyson es mucho más rápido. También es más rápido y más potente que Joe Frazier, y además tiene un mejor gancho. Realmente no se me ocurre nadie con quien compararlo en términos de potencia de pegada.

Tras esos primeros quince combates la mayoría de los entendidos consideran al jovencísimo púgil un campeón mundial en ciernes. Lo tiene todo: combatividad, potencia, condición física, rapidez y golpes como ese gancho de izquierda que parece destinado a hacer historia. El fenómeno sigue creciendo. Muchos se preguntan ya por qué no intenta pelear por el campeonato del mundo, pero Tyson no cesa de repetir lo que le inculcan en su entorno: aún tiene cosas que aprender antes de intentar el asalto a la corona. Tendrá que seguir mejorando en nuevos combates que lo pondrán en situaciones de lo más diverso, situaciones cada vez más difíciles de resolver y frente a oponentes cada vez más cualificados. Efectivamente, en estos próximos combates veremos cómo Mike Tyson va solucionando problemas nuevos y poniendo en práctica nuevas estrategias.

Por cierto, su fama de pegador terrible le precede de tal manera que lo tiene difícil incluso para encontrar sparrings. En una ocasión, uno de sus entrenadores mostró la agenda de teléfonos donde anotaba posibles candidatos a sparring a los que querían contratar. Junto al número de uno de ellos había anotado la respuesta del candidato: «No quiere saber nada de Mike Tyson».

11 de enero de 1986. Rival: David Jaco

¿Cuántas veces hemos visto esto? ¿Cuántas veces lo habré dicho ya? Tyson: gancho de izquierda. El rival cae.

Para seguir ganando experiencia y engordando su currículum, el joven Mike se enfrenta al que posiblemente es su rival más respetable hasta la fecha: David Jaco, que en sus veinticuatro combates anteriores ha conseguido quince victorias por KO. Jaco, además, ya sabe lo que es plantarse frente a púgiles de entidad: por ejemplo se ha enfrentado al entonces invicto Tony «T.N.T.» Tucker, futuro campeón mundial de la división.

Apenas comenzado el combate y con una guardia visiblemente ineficiente ante la rapidez de manos de Tyson, David Jaco no tarda en comprobar que todo lo que se dice sobre la tremenda pegada de su rival no son habladurías (0:27). Intenta mantenerlo a raya con su jab (golpes rápidos y directos para guardar la distancia) pero cada vez que le alcanza un martillazo de Tyson queda seriamente resentido (0:51). Muy poco después cae por primera vez por obra y gracia de ese gancho de izquierda del que tanto hemos hablado y hablaremos (1:04). Consigue levantarse, pero para entonces ya es tarde: como ha venido siendo habitual en combates anteriores, en cuanto Tyson percibe signos de debilidad en el rival abandona las precauciones y se lanza a un ataque abierto en busca del KO. Esta vez lanza una feroz combinación que culmina con un gancho de izquierda que de nuevo derriba a su rival (1:17). Por segunda vez, David Jaco se levanta y Tyson se mete en el interior para cazar al oponente con varios uppercuts que hacen que su rival parezca completamente indefenso (1:40). Incluso el locutor que narra el combate para la TV reclama que el árbitro detenga el combate ahí mismo: no tendrá que esperar demasiado para ver satisfecho su reclamo, porque David Jaco cae a la lona por tercera vez en dos minutos de pelea y el árbitro, por fin, decide detener el combate (2:20). Mike Tyson ha ganado por KO en el primer asalto por decimosegunda vez en apenas un año. Otra victoria fácil.


24 de enero de 1986. Rival: Mike Jameson


Mike Jameson podrá contar a sus nietos que sobrevivió todo un asalto a Mike Tyson.

Apenas dos semanas después del combate contra David Jaco, otro púgil experimentado se pone delante del nuevo fenómeno. Se trata de Mike Jameson, un púgil de California: alto, corpulento y con pegada pero también capaz de moverse eficazmente por el ring.

Al arrancar el combate Tyson ve relativamente frustrados sus intentos de pelear desde el interior, una táctica que viene empleando contra rivales de mayor envergadura y que irá perfeccionando durante estos meses, pero que esta noche no parece funcionarle del todo. Tampoco se ve capaz de definir peleando a distancia dada la movilidad de su contrincante. Pese a todo, el joven Mike no se deja llevar por las prisas y con paciencia busca huecos en la guardia rival por donde lanzar diversos ataques. Tyson no consigue hacerse con el control y el segundo asalto comienza con un vuelco en la situación: Jameson demuestra que tampoco él es manco a la hora de soltar golpes tremebundos (7:49). Tyson contesta con una agresiva combinación, pero Jameson no se arredra y una vez más devuelve varios golpes en rápida sucesión (7:59). Finalmente hay un rival que está haciendo comprender a Tyson que no todos sus contrincantes van a comportarse como títeres inertes. Esto tiene pinta de convertirse en el combate más disputado de los que ha protagonizado hasta ahora en sus once meses de trayectoria profesional.

Las manos de Jameson siguen encontrando a Tyson (8:07, 8:54). Termina el segundo asalto y los locutores se preguntan qué sucedería si Jameson consigue mantenerse en pie y castigar al joven Mike durante varias rondas. Sin embargo, con el inicio del tercer asalto finaliza el espejismo: los ataques de Jameson no han tenido un gran efecto y, en cambio, su ceja izquierda ya está sangrando. Tyson obviamente lo ve y se dedica a castigar el punto débil del contrincante, atacando la ceja herida con un potente gancho de derecha (11:13). Ahora las tornas han cambiado y a Jameson le toca sufrir: aunque hace frente como puede a la presión no consigue evitar que diversos golpes aislados vayan empeorando su herida y minando su resistencia. Termina el tercer asalto y la pelea ya parece definitivamente escorada en su contra. Se lo ve visiblemente tocado. En el cuarto episodio cae a la lona (13:53). Tyson ni siquiera está empezando a sudar, pero viendo a Jameson se diría que estamos en un sexto o séptimo asalto, tal ha sido el castigo que ha recibido con una cantidad relativamente escasa de golpes. Aunque su entereza le permite encajar una terrorífica derecha sin dar signos de tambalearse (14:44) y sobrevivir hasta el final de ese cuarto asalto —es el primer rival de Tyson que conseguirá llegar al quinto— la suerte está echada: tras la reanudación, Tyson vuelve a tumbarlo con una de sus combinaciones relámpago (16:24). Aunque Jameson se levanta enseguida y da la impresión de estar en condiciones de continuar, el árbitro detiene el combate, probablemente por el estado de la herida en la ceja y quizá algún que otro signo de aturdimiento. Jameson está visiblemente enfadado ante la decisión: él quería seguir peleando. Tampoco el público parece conforme, quería ver más combate y protesta por lo que les parece una decisión precipitada. Pero en honor al colegiado hay que decir que a estas alturas de pelea existían nulas perspectivas de victoria para el californiano. En todo caso, la velada nos ha demostrado una cosa: los golpes de Tyson constituyen demasiado castigo y pelearle de igual a igual dejando aperturas en la guardia que le permitan colocar golpes limpios es sencillamente una mala idea.




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Re: MUNDIAL 1950: EL DRAMA DE MARACANÁ.
« Respuesta #54 en: Febrero 12, 2014, 00:01 Horas »


Solo tres personas fuimos capaces de silenciar Maracaná: Juan Pablo II, Frank Sinatra y yo. (Alcides Ghiggia, jugador de la selección uruguaya de 1950).

Si ahora tuviera que jugar otra vez esa final, me hago un gol en contra (Obdulio Varela, capitán de la selección uruguaya de 1950).


El ganador que quiso haber perdido. Quiza hoy el fútbol ya no sea así, y esa nobleza que está por encima del balón se eche de menos. Pero veamos cómo transcurrió la historia. Aunque solamente miremos la magnitud de las cifras, aquel encuentro fue un acontecimiento único en la historia del deporte. Según la propia FIFA, es el partido de fútbol que ha congregado a un mayor número de espectadores: nada menos que 173.850 (aunque en la prensa siempre se ha hablado de 200.000 e incluso 250.000). Esto es, había más gente en el estadio de Maracaná que población en muchas ciudades del mundo. Corría el año 1950 y se celebraba en Brasil el cuarto campeonato mundial de fútbol. Pese a lo que mucha gente, cree aquel partido no era exactamente una final sino el último encuentro de una liguilla que decidiría el título. Se enfrentaban Uruguay, campeones veinte años atrás, con los máximos favoritos, Brasil. A la entonces selección blanca —aún no había adoptado la camiseta verde amarela— le bastaba un empate para proclamarse campeona. Uruguay en cambio necesitaba una victoria en la que nadie, ni siquiera ellos mismos, creía de antemano.

En opinión de muchos por entonces, aquella «final» entre vecinos debía marcar el inicio del reinado brasileño en el balompié. Necesitaban el campeonato porque jugaban en casa y porque eran una de las mayores potencias futbolísticas desde hacía décadas, pero no habían tenido suerte en los mundiales. En el primer campeonato, celebrado en Uruguay en 1930, no pasaron de la fase de grupos: una inesperada derrota ante Yugoslavia los dejó fuera del torneo (y allí los uruguayos se alzarían como primeros campeones mundiales de fútbol ante su propio público). En 1934, mundial celebrado con un formato de KO en Italia, los brasileños fueron eliminados por España: el combinado ibérico les hizo tres goles durante la primera parte, diferencia que Brasil no fue capaz de remontar (al final, como los uruguayos, los italianos ganaron en casa). En 1938 se repitió el formato de KO y esta vez Brasil llegó a las semifinales tras eliminar a Checoslovaquia y sobre todo a Polonia en un alocado partido en el que se necesitó ir a la prórroga y se marcaron, ¡once goles en total! Pero no pudo con Italia, que terminaría alzándose con su segundo título mundial. El torneo no tuvo lugar ni en 1942 ni en 1946 a causa de la II Guerra Mundial… pero sí retornaba en 1950, y se iba a celebrar precisamente en Brasil. De las tres ediciones anteriores, dos habían sido ganadas por los anfitriones. Así que, sumado este hecho a su incuestionable calidad, nadie dudaba de la victoria brasileña.

En el mundial de 1950 sí hubo fase de grupos. Brasil se impuso en el suyo con facilidad: aunque empataron frente a Suiza, las desahogadas victorias frente a Yugoslavia (2-0) y México (4-0) le otorgaron el pase a una segunda fase en la que los cuatro campeones de los cuatro grupos se jugarían el título a los puntos.

Además de Brasil, ese grupo final estaba integrado por dos escuadras que gozaban de cierto favoritismo a priori —Uruguay y España— junto a la relativa sorpresa de Suecia, que había dejado en la cuneta a los bicampeones italianos. Los uruguayos eran los únicos que contaban con una copa en sus vitrinas y no habían tenido que sufrir mucho para pasar de ronda. Por su parte, España había arrasado en su grupo con tres victorias frente a Estados Unidos, Chile y sobre todo frente a Inglaterra, con Zarra como gran estrella. Sin embargo, los brasileños eran los grandes candidatos y no tardaron en reafirmarlo de manera aplastante. No tuvieron ningún tipo de misericordia hacia sus rivales: primero apabullaron a Suecia por 7-1. Después, lo que todavía era una mayor demostración de fuerza, golearon a España por 6-1. Para colmo, los suecos únicamente marcaron de penalti cuando ya estaban cinco goles por debajo, y los españoles marcaron el gol del honor al final del partido, cuando los sudamericanos estaban básicamente celebrando que tenían medio título en las manos. Brasil era una máquina.
Varela, capitán de la Uruguay campeona en 1950 y personaje muy interesante al que mucha gente pasa por alto.

Varela, capitán de la Uruguay campeona en 1950 y personaje muy interesante al que mucha gente pasa por alto (DP).

El equipo local se plantaba en el último partido con cuatro puntos frente a los tres de Uruguay, que había empatado con España y había vencido a los suecos, aunque con bastante trabajo. A los brasileños el empate les bastaba. Pero nadie pensaba en el empate: no era cuestión de si Brasil iba a salir campeona o no, sino de cuántos goles le iba a hacer a los infelices «charrúas» en el camino. Los brasileños habían organizado un carnaval a nivel nacional y la euforia era tal que ni siquiera contemplaban una mínima oportunidad para sus vecinos. En el estadio estaba todo preparado para la ceremonia de entrega de la copa mundial: un espectacular pasillo para los campeones, una banda de música que interpretaría el himno de Brasil tras la victoria y que ni siquiera tenían la partitura del himno uruguayo. La prensa brasileña del día anterior no había mostrado el más mínimo asomo de prudencia: «Mañana, la batalla final: venceremos a Uruguay», «La victoria, para Brasil», «Estos son los campeones del mundo»… y lo que es más, los periódicos ya tenían preparadas las portadas del día siguiente con la noticia de la victoria de la escuadra blanca, pero no las portadas con la opción contraria. Tal era el estado de éxtasis en un país donde por aquellos días se iban a celebrar elecciones presidenciales y algunos hablaban incluso de presentar en las listas a jugadores de la selección. Desde luego, los políticos que se postulaban hicieron lo que pudieron para que el pueblo los relacionase lo más posible con el equipo. Una locura. En Brasil el fútbol era una religión y el ansiado momento de alzar ¡por fin! la copa de campeones estaba poniendo la nación patas arriba.

Cabe imaginar el estado de ánimo de los jugadores uruguayos mientras esperaban en el vestuario. Brasil venía de hacer trece goles en dos partidos, uno de ellos contra la poderosa España. Y ahora ellos tenían que jugar ante una intimidante multitud y frente a un equipo imparable. Tal era el peligro de goleada que el seleccionador uruguayo, Juan López Fontana, decidió plantear un partido ultradefensivo y así se lo comunicó a los jugadores.[/i]

Pero no todos en el equipo estaban de acuerdo con este planteamiento. El carismático capitán Obdulio Varela —apodado el Negro Jefe— aprovechó que el seleccionador abandonaba el vestuario para dirigirse a sus compañeros y contradecir las palabras del técnico: «si jugamos a la defensiva acabaremos como Suecia y España». Varela pensaba que esperar a los brasileños en defensa equivalía a poco menos que a regalar el partido de antemano. Pero sucedía que… ¡todo el mundo había entregado el partido de antemano, incluso sus compañeros! Es más, al poco se asomó por el vestuario un directivo de la federación uruguaya diciendo: «Muchachos, si perdemos por menos de cuatro goles salvaremos el honor». ¡Por menos de cuatro goles! Aquello, definitivamente, pudo con la paciencia del capitán, que se revolvió casi enfurecido: «¿Perder? ¡Vamos a ganar este partido!», exclamó Varela ante el asombro de todos. Aquella fue la primera de las importantísimas aportaciones psicológicas que Varela hizo aquel día. Y resultaban muy necesarias: conforme caminaban por el pasillo que conducía al césped, el rugido de las más de 170.000 gargantas se hacía más y más fuerte. Los uruguayos se sentían empequeñecidos: iban a jugar en el estadio más faraónico del mundo —recién erigido para la ocasión— ante una inmensa masa de aficionados enloquecidos en apoyo de un equipo que estaba aplastando toda competencia. De hecho, la multitud congregada en Maracaná era la más grande jamás registrada en un evento deportivo hasta entonces, y solamente ha sido superada por algunas carreras de motor, donde pueden reunirse enormes multitudes sin las restricciones arquitectónica de un estadio. Ningún partido de fútbol ni de ningún deporte que se celebre en un estadio ha vuelto a tener tanto público, y conforme escribo estas líneas ya han transcurrido sesenta y tres años.

Pero en el túnel de vestuarios Varela lanzó una consigna que terminaría haciéndose famosa: «No piensen en toda esa gente, ¡los de afuera son de palo!». Es decir: los espectadores podrán hacer mucho ruido, pero no son los espectadores quienes juegan el partido. Poco después, a punto ya de saltar a la cancha, Varela se giraba hacia los suyos de nuevo e insistía: «Salgan tranquilos, no miren para arriba. Nunca miren a la tribuna… ¡el partido se juega abajo!».

Sus palabras tuvieron efecto. Urugay salió y aguantó. El primer tiempo puso a prueba la paciencia de los espectadores brasileños. El equipo local sale repleto de confianza en sí mismo, presionando como de costumbre y completamente decidido a conseguir un gol tempranero, pero sus ataques —bien medidos, bien ejecutados, dinámicos y entusiastas— no dan fruto y chocan con la defensa uruguaya y sobre todo con el guardameta Roque Máspoli, que se ve obligado a hacer uno de los partidos de su vida. Eso sí, los jugadores de Uruguay, pese a mantener su portería a cero, no parecen tenerlas todas consigo cuando se marchan al vestuario en el descanso. De hecho los malos presagios parecen empezar a cumplirse en los inicios del segundo tiempo: apenas un par de minutos después de la reanudación, el delantero brasileño Albino Friaça se interna por la parte derecha del área uruguaya, y ante la impotencia del defensor que lo persigue, bate a Máspoli con un disparo raso.

Maracaná estalla, casi literalmente; además del estruendo de las 173.000 personas que se han vuelto repentinamente locas, explotan en el aire petardos de bastante consideración. Ya está, esto es todo; acaba de comenzar el esperado aluvión de goles y los charrúas pueden ir preparándose para la debacle.

Pero es entonces cuando el capitán Obdulio Varela hace su jugada maestra. Ha visto levantar el banderín al juez de línea, tímidamente, aunque el mismo juez lo ha vuelto a bajar tras el gol. Varela, con la cabeza muy fría y esa presencia de ánimo característica en él, lee perfectamente lo que requiere la situación. Recoge el balón del fondo de la red y comienza a caminar hacia el centro del campo. Muy despacio. Tan despacio, que el público se impacienta ante la marcha de caracol del capitán rival. Pero hay más: Varela quiere hablar con el árbitro, el inglés George Reader. Sin embargo existe un problema, porque ni el árbitro habla español ni el futbolista habla inglés, así que la discusión se transforma en un galimatías sin sentido. Con toda parsimonia, el capitán uruguayo pide un intérprete. Pasan los minutos. Entre el público la fiesta se transforma en exasperación y más tarde en perplejidad. Las gradas se enfrían, que era precisamente lo que Varela estaba buscando con tanta dilación.

El asombro se extiende también a los jugadores brasileños, e incluso a los propios uruguayos: por entonces no se estilaban estas picardías y ni los propios compañeros de Varela entendían qué estaba sucediendo con su capitán. Pero él lo tenía claro:


¿La verdad? Yo había visto al juez de línea levantando la bandera. Claro, el hombre la bajó enseguida, no fuera que lo mataran. Agarré la pelota y me fui a hablar con él. Me insultaba el estadio entero, obviamente por la demora. […] Sabía lo que estaba haciendo. Ahí me di cuenta que si no enfriábamos el juego esa máquina de jugar al fútbol nos iba a demoler. Lo que hice fue demorar, nada más. Esos tigres nos comían si les servíamos el bocado muy rápido.



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Re: JOT DOWN. ARTICULOS DEPORTIVOS.
« Respuesta #55 en: Febrero 12, 2014, 10:04 Horas »
Muy chulo el artículo, gracias por traerlo. La verdad que los de JotDown hacen un gran trabajo.

Desconectado RED SKIN

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Re: JOT DOWN. ARTICULOS DEPORTIVOS. ¿Te has hecho eso al patear?
« Respuesta #56 en: Marzo 15, 2014, 23:52 Horas »
¿Te has hecho eso al patear?

Warren Gatland se marchó de Irlanda sin dejar muchos amigos. El carácter agrio de este talonador de Waikato con fama de duro (talonador y duro es una redundancia) se topó con la socarronería de los dicharacheros irlandeses durante su etapa como seleccionador irish. Sin embargo, Gatland tuvo tiempo para hacer debutar a un prometedor centro de la histórica factoría del Blackrock College dublinés: un tal Brian Gerald O’Driscoll. El chico se proclamó campeón del mundo sub-19 en el 98 junto a  una generación en la que militaban O’Gara, Earls o Wallace. Pero su estreno con la senior no se produjo hasta junio de 1999. «Es un ganador, un jugador indomable«, advirtieron a Gatland, quien masculló «conozco tantos ganadores que no ganaron nada…».

Una tarde, en el viejo Donnybrook, el partido llegaba al descanso cuando el árbitro señaló golpe a favor de Leinster. O’Driscoll corrió hacia Liam Toland, por entonces capitán, y le pidió patear a palos. Habría sido algo normal salvo por dos detalles: O’Driscoll no era el pateador habitual del equipo y los palos estaban ¡a cincuenta y cinco metros de distancia! Toland accedió ante el entusiasmo del chico y este hizo el ridículo al escurrirse antes de golpear la bola, por lo que acabó desplazando la almendra apenas diez metros. Cuando el entrenador llegó al vestuario dispuesto a abroncar al chico y al capitán por no consultarle la decisión, se encontró con un panorama inquietante. El doctor Tanner retiraba a O’Driscoll la media ensangrentada, topándose con un pie que no tenía buena pinta.

—¿Te has hecho eso al patear?

—No señor. Me lo hice en el minuto 10. Pero sabía que podía pasar la patada. Lo que no contaba es con el resbalón…

La anécdota refleja el carácter del que muchos consideran el mejor jugador de la historia del rugby irlandés. Incluso por encima de la «Santísima Trinidad Verde» que forman el histórico Jack Kyle, apertura de la selección que ganó el primer Grand Slam, allá por 1948; el colosal Willie John McBride, segunda y capitán de los British & Irish Lions en el legendario tour del 74 por Sudáfrica; y el celestial Mike Gibson, centro irlandés en los setenta y ochenta que llegó a ostentar el récord de internacionalidades con ochenta y un caps. Todos irlandeses del norte, a diferencia del republicano O’Driscoll. Para McBride no hay dudas: «Brian es el mejor de los cuatro y el mejor irlandés de todos los tiempos». El escocés sir Ian McGeechan, leyenda viva de los banquillos y entrenador de O’Driscoll con los Lions, es más categórico: «Es el mejor centro que han producido jamás las islas. El jugador más dominante de su era en el hemisferio norte». Algo que siendo contemporáneo de Jonny Wilkinson es mucho decir.

Brian creció en los suburbios de Dublín, en una casa en la que la disciplina impuesta por sus padres, Frank y Geraldine, doctores ambos, dejaba al joven poco tiempo para el esparcimiento. En un principio se vinculó más al fútbol gaélico que al rugby, pero finalmente la tradición familiar acabó pesando más. Su padre y sus tíos Barry y John fueron internacionales con la selección irlandesa. Sus inicios, como apertura, pasaron desapercibidos, por lo que chupó banquillo mientras su equipo se topaba con el Clongowes del que acabaría siendo su pareja de centros en Leinster y en la selección durante más de una década: Gordon D’Arcy. Fue John McClean, su entrenador en la University College of Dublin quien decidió retrasar su posición hasta la de centro, mejorando sus prestaciones exponencialmente.

O’Driscoll debutó antes con Irlanda que con el equipo senior de Leinster. Fue en Lang Park, en Brisbane, el verano del 99, y no pudo evitar una holgada derrota ante los Wallabies (46-10). Semanas después Matt Williams le hacía debutar con los Blues Boys. Ya en esos primeros partidos el chico exhibía una exuberancia física impropia de un tres cuartos. Así lo recordaba el mítico Keith Wood: «Es una roca y le va la marcha. Entra al choque y en los entrenamientos no se acobarda a la hora de participar en los ejercicios con los delanteros«. Por su parte, Paddy Wallace, campeón del mundo sub-19 junto a Brian, recuerda con humor uno de sus secretos mejor guardados: «Lleva gafas y está medio ciego. Pero cuando salta al campo, su sentido del espacio, de dónde están la pelota y los rivales, y su visión periférica, son sencillamente increíbles». En esos meses el australiano Alan Gaffney trabajó la creatividad de O’Driscoll, que en 2000 compareció en París como un jugador más de una Irlanda resignada. La selección de Isla Esmeralda vivía años oscuros y resultados miserables. Hacía veintiocho años que no doblegaban al XV del gallo en su casa y nada hacía presagiar que aquel 19 de marzo, dos días después de la celebración de San Patricio, pudiera obrarse el milagro.

La tensión se masticaba en el vestuario visitante del Parque de los Príncipes. Wood se vendaba litúrgicamente las muñecas mientras Brian dudaba entre unas viejas botas que le sentaban como un guante o el último modelo de la marca que le patrocinaba. Wood, cajero en un banco, masculló:

—Las botas deben llevarte a ti, no tú a ellas.

Francia tomó ventaja ante una Irlanda caótica, pero un oportuno ensayo de Drico mantenía al equipo enganchado al partido al descanso (13-7). Gatland ordenó calentar a David Humpreys para suplir a O’Gara, algo que sucedería mediado el segundo tiempo. Y O’Driscoll aparcó sus flamantes botas nuevas en el vestuario calzándose las de toda la vida. Dos ensayos más del centro de Leinster y una patada final decisiva de Humpreys permitieron el triunfo (25-27) de Irlanda veintiocho años después en París.


La deslumbrante aparición del genio de Blackrock (y sus tres ensayos), provocó que en el tercer tiempo se agotase la cerveza negra en un par de pubs de París. A la mañana siguiente un diario irlandés tituló en portada «In BOD we trust», jugando con las iniciales de su nombre y apellido. Desde entonces, ese eslogan abandera los partidos de Irlanda. Aquella actuación le elevó al Olimpo rugbístico, y tras proclamarse campeón de la Celtic League con Leinster ante Munster, fue convocado para la gira de los British & Irish Lions por Australia a las órdenes de Graham Henry, el hombre que llevaría a Nueva Zelanda al título mundial en 2011. O’Driscoll agigantó su leyenda durante la gira sumando un ensayo descomunal ante los Wallabies. «Ellos le llaman Dios. Nosotros tenemos que decir que juega incluso mejor que él«, escribió un diario local entonces.

En 2003 Keith Wood deja la selección y O’Driscoll es nombrado capitán. Tiene veinticuatro años y estrena pareja, la modelo Glenda Gilson. Tampoco en lo rugbístico deja de crecer: Irlanda conquista en 2004 la Triple Corona, trofeo que no ganaba desde 1985. Hito que repetirá en 2006 y 2007. O’Gara recuerda que «Brian era un ganador compulsivo y contagió esa mentalidad a todos. Primero llegaron las victorias, luego la Triple Corona. Pero todo sabíamos, aunque nadie lo decía, que el objetivo era el Grand Slam. Había llovido demasiado desde 1948…».

Su fama se dispara hasta límites insospechados. En cierta ocasión, el papa Juan Pablo II, jugador de rugby en su Polonia natal, recibió a los irlandeses en el Vaticano. O’Driscoll no formaba parte de la comitiva y al finalizar la visita, el sumo pontífice preguntó: «¿No vino O’Driscoll?».

La única mancha de su currículum son los mundiales de rugby. En 2003 Irlanda fue aplastada en cuartos de final por Francia (43-21) y en 2007 quedó varada en la fase de grupos, al ser doblegada por Argentina e Inglaterra, sus dos grandes más odiados en la última década. Decepcionante resultado para un grupo de jugadores acostumbrados a ganar partidos y títulos como la Heineken Cup, que en estos años han conquistado la física escuadra de Munster, la granítica Ulster y la dinámica Leinster. Sin embargo, O’Driscoll sigue acrecentando su leyenda y su palmarés. Testigo directo de ello es su escolta, Gordon D’Arcy, quien presume de «disfrutar del mejor asiento del estadio, justo al lado de Brian. Si tengo que destacar algo de él hablaría de sus contactos descomunales, independientemente de si los rivales son tres cuartos o delanteros, y de la magia que tiene en las manos para ver pases y pasillos que nadie ve».

Así transcurre su carrera hasta que llega el VI Naciones de 2009 y O’Driscoll advierte en la rueda de prensa inicial que «no hay excusas. Ha llegado el momento de este equipo. Somos maduros, competitivos y sumamos dos generaciones con talento. El Grand Slam es un objetivo real».

BOD predica con el ejemplo e Irlanda arranca doblegando a Francia en Croke Park con ensayos de O’Driscoll, D’Arcy y Heaslip, además de un puñado de golpes pasados por O’Gara. Vacunan en Roma a Italia (9-38) y reciben a Inglaterra en Dublín. «Este es el partido. Es hoy o nunca. Para esto llevamos años preparándonos», advierte Drico cuando Declan Kidney abandona el vestuario y les deja unos instantes solos. Irlanda tumba al XV de la Rosa (14-13) y BOD vuelve a ser capital en el triunfo al posar un ensayo y pasar un drop. Escocia da más problemas de los esperados en Edimburgo (15-22), pero Irlanda logra llegar adonde quería. El país pospone los festejos de San Patricio esperando el desenlace del VI Naciones, ante una hipotética victoria que les otorgaría un Grand Slam que persiguen desde 1948. Llega el día, el 21 de marzo de 2009.



Enfrente Gales emerge con sus opciones intactas, después de ganar todos sus partidos bajo las órdenes de un viejo conocido: el inevitable Warren Gatland. El neozelandés, que dirige ahora a los galeses, se ha encargado de calentar el partido con declaraciones altisonantes en los que cuestiona a los irlandeses, «jugadores que se diluyen cuando los partidos reclaman a los hombres». El Millenium se convierte en una caldera.

O’Driscoll repite la consigna: «Este es el partido. Es hoy o nunca. Para esto llevamos años preparándonos». El choque amanece trabado. Las terceras trabajan a destajo y los medio melés no tienen bolas limpias para tensar el juego de sus tres cuartos. Es un duelo nervioso en el que Gales saca partido de un par de indisciplinas rivales. Al descanso, Irlanda va perdiendo (6-0).

Kidney insufla ánimo a sus chicos y realiza un par de apuntes tácticos antes de cerrar la puerta y dejar los jugadores a solas. Se hace el silencio sepulcral durante medio minuto y entonces O’Driscoll toma la palabra.

—¿Habéis visto a Jack Kyle en la grada? He hablado con él esta mañana. Jacky ha venido para cumplir un viejo sueño: ver ganar a Irlanda otro Grand Slam. Tiene setenta y cuatro años y no quiere morirse sin descorchar una botella que guardó hace sesenta y un años para esta ocasión. No sé vosotros, pero a mí un puñado de galeses no me van a impedir probar un sorbo del Borgoña que el viejo Jack esconde en su bodega.

BOD volvió a demostrar que es jugador de partidos grandes y señaló el camino con un ensayo segundos después de pronunciar estas palabras. Otro try de Bowe y tres patadas de Stephen Jones colocaron el partido en un agónico 15-14 para Gales. Pero una vez más un drop, esta vez de O’Gara en lugar del de Humpreys en París en 2000, otorgan el triunfo a la Isla Esmeralda. Irlanda se entrega a la fiesta durante dos días para celebrar el Grand Slam sesenta y un años después.

Corazón de joven y cabeza de veterano. Esa es la receta de este O’Driscoll que ha aparcado la frivolidad juvenil, además de cambiar de pareja. Ahora comparte su vida con la actriz Amy Huberman, con quien se acaba casando, al tiempo que recibe una oferta australiana para jugar el Super 15 en el hemisferio sur. El torneo de los torneos. La NBA del rugby. Pero después de darle muchas vueltas, BOD rechaza la oferta: «Agradezco el interés a esa franquicia australiana (nunca trascendió el nombre), pero tengo una vida junto a mi pareja, que tiene su trabajo en Irlanda, y quiero seguir involucrado en el crecimiento de mi club de siempre, Leinster, con el que estoy muy comprometido».

Si hay algo que nadie pone en duda en O’Driscoll es su nivel de compromiso, que antepone a casi todo. De hecho, BOD protagoniza un hecho que salta a las portadas de los tabloides ingleses. El príncipe Guillermo, al que le une una buena amistad, le invita a su boda, que se celebrará horas antes de un trascendental partido de semifinales de la Heineken Cup ante el todopoderoso Toulouse.

En Buckingham Guillermo recibe la siguiente misiva:

Querido William:

Es un honor recibir la invitación de tu boda. Hace más de doce años que nos conocemos y espero que comprendas que ese mismo día a esa hora tengo que dirigir el Captain’s Run (entrenamiento dirigido por el capitán), y entenderás que la ética del equipo me impide dejar solos a los chicos antes de la semifinal ante Toulouse. Supongo que lo entiendes. En nuestro nombre acudirá Amy, que seguro que nos representa como se merece un evento que seguirán más de dos mil millones de personas. Os deseo la mejor de las suertes.

Cordialmente Brian O’Driscoll

Quien sí se dejó ver por la boda fue Gareth Thomas, excapitán de Gales, con un centenar de internacionalidades, al que su buen amigo Christian Louboutin, el diseñador francés de zapatos, había aconsejado sobre el comentado modelo de chaqué que vistió en la boda. Otro ilustre invitado, el rugbier Martyn Williams, también excusó su presencia al celebrarse el derbi entre Cardiff Blues y Newport Dragons en Rodney Parade.

Ni siquiera faltó a su deber rugbístico el día que nació Sadie, su hija. O’Driscoll recibió una llamada de su mujer a las ocho de la mañana y abandonó el Shelbourne Hotel diez minutos después. Tenía permiso hasta las 13:30, pero al mediodía ya estaba de vuelta, tras comprobar que madre e hija estaban en perfectas condiciones. Horas después capitaneaba a Irlanda en Croke Park ante los temidos ingleses: «Recibí una llamada de Amy, que estaba increíblemente tranquila, mucho más que yo. Llegué al hospital, nació Sadie y pasé una hora con ellas. Luego regresé al hotel y un par de horas después estaba jugando. Ni siquiera me acuerdo del partido. Estaba en mi propio mundo durante gran parte del tiempo. Era el tipo de partido en el que necesitaba mostrar liderazgo, pero no era capaz de entregarme como se esperaba de mí. Todo era muy extraño, aunque no cometí grandes errores. Acabó el partido y tras el tercer tiempo, a eso de las 11 de la noche, me reuní con Shane Horgan y Denis Hickie para celebrar con un par de cervezas la buena noticia. Fue un día muy raro». Inglaterra venció en Dublín (8-12), «en la derrota más dulce» de la carrera de O’Driscoll.

Semanas después del nacimiento de Sadie, Brian anunció que 2014 sería el año de su despedida. Pese a vislumbrar en el horizonte próximo el Mundial de 2015 a escasos metros de casa, en Inglaterra, BOD decidió dar el paso. «Mi vida ha cambiado con el nacimiento de mi hija y mis prioridades probablemente también. No quiero ser un jugador que salga al campo tratando de evitar golpes. Deportivamente me quedan cosas por hacer aún. Es cierto que he ganado un Grand Slam, el Seis Naciones, a Inglaterra en Twickenham en 2006 o a Sudáfrica y Australia. Pero me hubiera gustado doblegar a los All Blacks o llegar a las semifinales de la Copa del Mundo».

El destino tenía reservado a O’Driscoll un par de reveses más en esta recta final. Empezando por lo vivido en la pasada gira de los British & Irish Lions  A finales de abril de 2013, fue convocado para su cuarta gira, algo que solo han logrado tres jugadores en la historia. BOD participó en los dos primeros partidos ante los aussies, pero Gatland, que ya le había negado el brazalete pese a ser la estrella más rutilante del equipo, le dejó fuera en el partido final, que los Lions ganaron 41-16. Una decisión en la que el mundo del rugby se alineó con el irlandés. «Es una falta de respeto a una leyenda como Brian», advirtió David Campese, uno de los apóstoles del rugby.

Superado el disgusto, el 24 de noviembre de 2013 O’Driscoll se preparaba para enfrentarse a los All Blacks por decimotercera vez en su carrera. Doce partidos y doce derrotas. Los kiwis llegaban con el currículum inmaculado en 2013, algo que nadie había logrado en la historia: cuadrar el año perfecto. Irlanda se convertía en el último escollo. Y el partido comenzó de forma sorprendente. Los chicos de la Isla Esmeralda parecían aviones. En el minuto dieciocho el marcador era 19-0 tras los ensayos de Murray, Ross y Kearney. Croke Park se frotaba los ojos. Al descanso la ventaja local seguía siendo solvente: 22-7. Sin embargo, en la segunda mitad Dublín fue asolado por un tsunami, una marea negra en forma de equipo de rugby que anotó un parcial de 0-17 para dejar en 22-24 el marcador en la última jugada. O’Driscoll vio el último lance en el banquillo, al ser sustituido en el minuto sesenta (con 22-10), después de que el médico le impidiera reintegrarse al juego tras una fea contusión. Su salida pesó demasiado a Irlanda, que vio cómo se le escapaba entre los dedos la primera victoria de su historia ante los All Blacks. 



Pese a todo, estos dos malos tragos no impedirán que el sábado O’Driscoll salte al campo a cuadrar el círculo y acabar su singladura con la zamarra verde como lo empezó: ganando y deslumbrando en París, otra vez en París. Y cuando el árbitro pite el final, BOD, el centro más fiero, indómito e imprevisible que ha pisado un campo con Irlanda, enfilará el túnel de vestuario como suele hacer. Felicitando al árbitro por su actuación y agradeciendo a los rivales el esfuerzo y a sus compañeros la solidaridad. Porque como le gusta decir a O’Driscoll, «por encima de cualquier cosa, yo soy un jugador de equipo». Por eso los irlandeses se han encomendado a él para librar las últimas ciento cuarenta y una batallas: In BOD we trust…


http://www.jotdown.es/2014/03/in-bod-we-trust/

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Re: JOT DOWN. ARTICULOS DEPORTIVOS.
« Respuesta #57 en: Mayo 20, 2014, 22:29 Horas »
  ¿Habéis leído y escuchado el último artículo de la revista? Trata sobre los mejores himnos futbolísticos mundiales (exceptuando los de España ya que aquí ya fue elegido el del Sevilla).

  A parte de los típicos del Liverpool, hay algunos que están muy bien como el del Cavese italiano, aunque faltan algunos como el del Celtic (para mi el mejor aunque sea el mismo que el del Liverpool que se lo apropió).

  http://www.jotdown.es/2014/05/cual-es-el-mejor-himno-futbolistico-del-mundo/

Conectado anonimo_sevillista

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Re: JOT DOWN. ARTICULOS DEPORTIVOS.
« Respuesta #58 en: Mayo 20, 2014, 23:00 Horas »
Al entrar a ver el artículo, he visto este, maravilloso, sobre el Eibar. Se habla de muuuchos de los temas que se han tratado en este foro: cómo subir a 1º compitiendo deslealmente, el dinero en el fútbol, etc. Con dos cojones el Eibar a 1º, eso sí que sería enriquecer la Liga y no una megaestrella que fiche alguno de los dos de siempre.

http://www.jotdown.es/2014/04/eibar-contra-el-futbol-moderno/

Desconectado Jose Luis Bueno

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Re: JOT DOWN. ARTICULOS DEPORTIVOS.
« Respuesta #59 en: Junio 26, 2014, 11:42 Horas »
http://t.co/fPFJHI5GbX

Para el que tenga tiempo, que se lea esta entrevista a Engonga. Merece la pena.

Habla un poco de Ramón Vázquez y del Sevilla de Bilardo.

 


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