Válgame Dios cómo cambiaron los tiempos, pues heme aquí por cuestiones que escapan al razonamiento, en plena canícula acogido poco menos que a la caridad de a quienes el populacho ha dado en llamar suegros, suegro él y suegra ella. Desconoce también la razón el porqué de asignar palabras tan onomatopéyicamente repelentes a tan cercana familia, o quizás anide ahí el origen del otorgamiento. Dios sabrá...
Pues mi suegra es recia castellana, nunca mejor aplicado el macizo calificativo pues sus más de cien kilos en canal y sus brazos, poderosos como troncos que no ramas de los robles con que armamos los galeones para las Indias, puestos en jarras amilanarían al más fornido y valeroso de los lanceros del rey. Y siendo así, y cuando en esta tierra septentrional de moros, judíos y falsos cristianos conversos en los días en el que el sol más que acariciar quema ropas y calzados y calienta la tierra chamuscando las ideas encerradas en recalentados cuencos óseos, esta rolliza mujer sirve en ardorosas ollas potajes varios que humean las estancias asemejándolas a calderos infernales donde el Altísimo nos hará penar los pecados no purgados a lo largo de la existencia, no siendo eso lo peor, sino su insolencia ante el atisbo de resistencia a negarse a aceptar un segundo plato hirviente, como castigo divino a los impíos.
Se ha empeñado mi suegra en cebarme como a un cochino, como si maquinare que ante la posibilidad de que el próximo y en estos lares habitualmente crudo invierno estropee la tierra para las cosechas de la primavera, hallase en mí las reservas de grasa para adobar sus pucheros o lustrar los calzados de toda la vecindad, pues tal miedo me embarga cuando contemplo su rostro torvo ante mi negativa a repetir condumio y el posterior gesto de armar su brazo, digno de ser remo de las galeras de nuestro rey y de apoyarlo en una cintura que de ser talada en paralelo al suelo merecería el honor de convertirse en mesa real para dispensar honores a plenipotenciarios extranjeros.
Todo ello ante el silencio cómplice de mi suegro, castellano viejo pero a quien lo único que acompaña de recio es la nariz aguileña que aclara que alguien en sus ancestros fue también cristiano nuevo o converso queriendo huir de la dignidad de inconfundible judío. Sea la otra opción que tan criminal complacencia y complicidad sean fruto del temor y quién sabe si terror ante la presencia de tamaña hembra para quien su figura esquelética y raquítica deben de constituir motivo de chanza o de desprecio.
Si la una parece querer cebarme como refuerzo para la despensa, el otro asemeja al contador de caudales que se frota las manos pensando en futuras ganancias si mi persona desapareciese o sufriese menoscabo.
Y entre suegra y suegro discurren estas horrendas jornadas del cruel verano de las tierras interiores de Andalucía, entre colinas que son páramos y que sólo alivia el fresco de los cultivos de huerta y el olor de la tierra cuando el viento se decide a soplar liviano una vez el sol se esconde.
De seguro preguntarán dónde se halla mi esposa, quien en las horas solares se dedica a la visita a sus viejas amistades contándole sus tribulaciones en la capital del comercio con las colonias durante el año mientras me afano en limpiar la alberca y en restaurar las deterioradas acequias que riegan la huerta familiar.
En esta tierra sepultada por el sol y donde sus moradores hace décadas o siglos que perdieron todo ansia de conquista y de poder, de aventurarse en nuevas empresas o mundos optando por adocenarse y refocilarse en vejas historias desvirtuadas, todo languidece y todo envejece sin que las manos de lustre sirvan para renovar energías desaparecidas. El tiempo pasa y esta caterva de moros, judíos y falsos cristianos conversos parece esperar el fin de los días asidos a un plato de chumbos mientras el viento de la tarde acecha la marcha del sol para correr perezoso por huertas y campos.