Hay quien dice que cuando una persona se halla en el trance de entregar la cuchara, ----vulgo palmar o entregar el ánima a dios en
meapilístico----, su mente le echa un NODO instantáneo de lo que fue su vida .
Si esto es así, yo debo estar el las últimas porque recientemente me ha dado por rememorar mi infancia sevillana. Será que
la gran igualadora llamada Parca está pensando en hacerme una inesperada y no deseada visita y mi instinto animal (mamífero, pero animal como
todiós) me está avisando de que pronto dejaré definitivamente de fumar.
Por eso, con permiso del señor
moderata, me he atrevido a, ----si a bien lo tiene el
florerío y no me mandan a
tomáporculo----, crear un nuevo tema en el que cada cual nos deleite con sus paridas filosófico-vivenciales para provecho del
floro en general y enseñanza de los jovenzuelos en particular.
De ahí el título del hilo. Porque mi infancia no fue, ni mucho menos,
un patio sevillano donde madura el limonero, como cantaba Don Antonio. Entre otras cosas porque la infancia en la que me tocó vivir a mí eran pocos los que contaban con un patio para vivirla. Lo nuestro eran las calles y los descampados donde nos
jartábamos de pegarle patás a una pelota. Cuando había pelota, claro. O mejor aún; cuando teníamos zapatos con los que darle patás a lo primero que encontrábamos parecido a un balón, pues la mayoría de las veces jugábamos con alpargatas con suela de cáñamo o aquél sucedáneo de goma colorá (zapatos de niños pobres y gracias) que hacían sudar los pieses y provocaban no pocas torceduras de tobillo.
En fin; que ya seguiré cuando mis deberes conyugales me lo permitan, pues la jefa me está pidiendo el desayuno y se gasta una mala leche que pa qué.